Aversión al progreso

Aversión al progreso

DARÍO MELÉNDEZ
Los pueblos que se aferran al estatismo, odian el enriquecimiento y no salen de la inopia. Cuando las esperanzas de mejoría económica se cifran en el fiscalismo, el más empobrecedor de los sistemas, la esclavitud de la pobreza es imperecedera. Hay pobres donde se pagan impuestos, en los países donde la población no paga impuestos no hay pobres; de donde se infiere, que los pobres los crean los gobiernos, apoyados por las religiones propiciadoras del socialismo imperial.

Si el gasto fiscal absorbe las producción y el ahorro, la carga social consume el magro producto nacional hasta extinguirle, la indolencia se convierte en virtud protegida por el Estado y la religión; la miseria se enseñorea, el odio al enriquecimiento es la consigna, la intervención estatal se alienta y promueve, dando beligerancia y poder a la demagogia hasta caer en la desesperación y el caos. Fue el caso de la España Boba.

Al rico se le considera enemigo de la sociedad, blanco preferido de la política y objetivo de las conquistas sociales. Al comerciante se le tilda de permanente depredador, por el resto de la humanidad que ama la pobreza, sus servicios se denigran y desprecian, se le obliga asociarse con el Estado para corromperle.

El indigente no reconoce la necesidad que intrínsecamente le une al comercio, al necesario intercambio que la vida impone; quiéralo o no, tiene que comercializar los recursos que logra obtener, si no lo hace en beneficio propio, prefiere ser pobre para no cargar con la responsabilidad de tener bienes que cuidar y se constituye en carga social para su familia o para la sociedad.

Para quienes aman la riqueza el estigma está escrito en el Evangelio: «Ay de vosotros los ricos, pues tenéis vuestro consuelo» (Lucas 6-24). Explícita condena al esforzado que procura medrar y tácita aprobación al indolente.

Para el indigente, ser pobre constituye el más valioso tesoro que lleva en el alma y piensa que le servirá de mucho en el cielo, mientras al que trabaja y hace riqueza, sólo le espera «llanto y crujir de dientes». Eso dice el Evangelio. Precioso y loable, para el haragán que vive del plan social auspiciado por un régimen interventor y pródigo, devaluando moneda y cobrando impuestos, estorbando al que trabaja y produce, para que el indigente, sin esfuerzo, consuma y se anquilose.

El estatismo le declara guerra abierta a la producción y al ahorro de beneficios económicos, producidos con el trabajo en ejercicio de industria y práctica del comercio, la macroeconomía absorbe el producto nacional, para repartir lo que los escasos individuos laboriosos y esmerados logran producir, luchando contra impuestos, restricciones, trabas y costos oficiales; constituyéndose los productores en perseguidos del régimen y en enemigos gratuitos de los indolentes, que son la riqueza de religiosos y políticos, protegidos por el Estado.

Nada hay más inútil y costoso que un empleado gubernamental, cuanto más trabaja más estorba: no produce nada, consume y gasta más que cualquier empleado productivo, creando obstáculos innecesarios y estableciendo rigurosas restricciones al normal desenvolvimiento de la ciudadanía. Es la indolencia arraigada en el tren oficial, su existencia se enquista en el erario e impide el desarrollo; afianza su actuación en la política, la más inútil y disociadora de las profesiones.

Obsérvese el costo del servicio de transporte urbano, compáresele con el interurbano y verá la diferencia entre un servicio político y uno privado; aún así, se propone la construcción de un metro estatal, del cual se verían furgones y vagones arrumbados al igual que autobuses de Onatrate, Omsa, etc. Compárese el funcionamiento y producción de los centrales del Estado, deficitarios y subsidiados, no se sostienen. ¿Cuáles dan beneficios a la Nación?

Obsérvese el servicio de energía eléctrica estatal y pregunte a los que reciben servicio de energía del sector privado, si aceptarían que se privatice el servicio que reciben y pagan. Si una empresa como Falconbridge, que nadie puede llamarle extranjera mientras opere en el país y se ciña a las leyes de la República -como no son extranjeras Nestlé, Palmalat, etc.- se decidiera producir y vender energía eléctrica a Cotuí, Bonao, etc., haría un gran servicio a esa comarca, que sufre los rigores de un servicio malo y caro, políticamente administrado.

El comercio, única profesión que todos estamos obligados a ejercer, aún cuando hipócritamente la rechacemos, recibe la condena de los pueblos, absortos en promesas políticas, fascinados con la demagogia, como estamos los habitantes de las Antillas Mayores, procurando medrar en el estatismo, viviendo en perenne intranquilidad, porque para medrar hay que corromperse, mientras se sufre permanente incertidumbre, temor de lo que pueda pasar en un país que cambia de constitución como mujer cambia de vestido.

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