Ayeres y aprendizajes

Ayeres y aprendizajes

Tenía yo trece años, aunque con mis pantalones cortos y mi rostro de niño perdido pareciera tener menos. Ingresaba a la Orquesta Sinfónica Nacional como último de la sección de Segundos Violines. No tenía idea de que un violín pudiese ser objeto de primorosas atenciones. Fue don Luis Beltrán, concertino de la orquesta, pulcro caballero y excelente músico, quien me sorprendió puliendo con suave aceite de nuez el violín que acababa de utilizar en el ensayo sinfónico. El resto de los miembros de las secciones de cuerdas de la orquesta, prácticamente todos, tiraban en el estuche sus instrumentos sucios de polvillo y sudor. Escasos eran quienes practicaban en sus casas.

Años después, cuando llegaron los italianos que trajo Petán Trujillo para su orquesta clásica de La Voz Dominicana, vi por primera vez a un instrumentista dedicar media hora a pulir su instrumento, a menudo con perfume y bálsamos de alto costo. Incluso darle un beso. Fue algo sorprendente comprobar la íntima y amorosa relación entre el instrumentista y el instrumento.

Fue el inicio de mi aprendizaje de la “vida” que tiene lo que erróneamente consideramos “materia muerta”.

Esto se acrecentó cuando actué en el inicio de temporada de Herrenhausen con el cibaeño violín de Baltasar Rodríguez, cuyo sonido sobrepasó en calidad al de mis dos respetados compañeros, uno con un Guarnerius y otro con un Amati, según refiere la prensa alemana, cuyas publicaciones puedo mostrar.
Lo cierto es que, hablando con mi humilde violín antes de la presentación, le dije: “Vas a sonar entre dos joyas de la liutería. Le di un beso y añadí: defiende el honor nacional”.
Y lo hizo. Lo hicimos.

Meses después, en París, por donde pasé cuando iba de regreso a Santo Domingo después de mis actuaciones en Hannover, y ya familiarizado con el misterio de una relación con los diferentes “tipos de materia”, fui invitado a la residencia parisina de un gran virtuoso, Henrik Szeryng, y al preguntarle por su familia, me indicó que lo acompañara a otra habitación de su apartamento cercano al Arco de Triunfo. Allí estaban dos violines Stradivarius, dormidos sobre un lecho de terciopelo color vino.

Estos son mis hijos –me dijo seriamente, pero con una sonrisa triunfal y orgullosa que se le escapaba de su dentadura imperfecta.

“Nunca me fallan, nunca se quejan, siempre me ayudan. Yo los adoro”.

Tuve ocasión de tocar un Stradivarius en Washington D. C. Una partida de Bach. Me sentí en el cielo con tal instrumento. Parecía tener voz propia y personalidad más allá de toda duda.

Me sentí estar junto a Juan Sebastián Bach, complaciéndolo, agradándolo al reproducir y traer nuevamente a la vida los sonidos geniales que él había plasmado en el siglo 18.

Mi padre había querido que yo fuese un buen violinista nacional, dominicano para los dominicanos. No más.

Tanto le aterró la oferta del gobierno francés para que aceptase una beca completa en el Conservatorio de París, a resultas de una audición en el Estudio de doña Manuela Jiménez, (aquella exigente profesora alemana-cubana) que, iracundo, insultó a la sorprendida condesa de Maricourt, encargada de la elección de un beneficiario en territorios latinoamericanos.

En verdad, no me sentí mal por la decisión paterna. Siempre he deseado ser un buen dominicano y arrastraba ciertos temores –por suerte infundados- de que los dominicanos que se forman en el extranjero menosprecian su Patria.

Sobradamente se comprueba lo contrario.
Gracias sean dadas a Dios.

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