Azafrán: El arte de mondar oro

Azafrán: El arte de mondar oro

“Cada tableta que ve ahí encima es equivalente a un lingote de oro de casi el mismo peso», comentaba el contable italiano Maistro Doro a Marco Polo, poco antes de su partida hacia la legendaria Caray, cuya república se convirtió en el mercado azafranero más influyente del Mediterráneo durante los siglos bajomedievales.

Estas recomendaciones son del todo ciertas cuando se afirma que el valor en peso del azafrán supera al del oro; su uso está asociado a una gastronomía de alta calidad y a la tradición textil más exquisita de Oriente Medio, donde se emplea para teñir túnicas y el cabello.

Son necesarias más de 250.000 flores para obtener un kilogramo, que nacen al ras del suelo, son recogidas de forma manual y cuyos estigmas se separan también a mano, una tarea casi exclusiva de mujeres.

Se trata de una flor de vida efímera, que se muestra con orgullo al recibir los primeros rayos del alba y que, a pesar de su belleza, es preciso sacrificar de inmediato, antes de que el sol se ponga, si quieren aprovecharse todas sus propiedades y riquezas.

El colorante español más español

Sin duda, el azafrán es el colorante español más español, frase que acuña el gastrónomo Gonzalo Sol, quien sostiene su tesis en que su utilización, desde la época fenicia, forma parte tanto de la cultura tradicional gastronómica como de la innovadora cocina de autor.

El azafrán es un magnífico promotor del sabor, capaz de trasmitir aromas profundos al mismo tiempo suaves, insustituibles en infinidad de recetas de la gastronomía tradicional española (pescados, carnes, arroces, pasteles, postres y panes, por poner un ejemplo).

Un plato tan emblemático como es la paella carece de todo sentido sin las obligadas briznas de azafrán que anaranjan su presentación.

Del azafrán obtenemos vinagre, como el producido desde 1990 en la localidad ciudadrealeña de Malagón, y miel, como la que se produce en Valencia, además de mezclarse con café en el Golfo Pérsico, y aceite, como se lee en la carta de «El Corregidor» en Ciudad Real.

Dice la tradición popular manchega que si se pone un pellizco de azafrán en la palma izquierda de la mano actúa como estimulante del corazón a través de la piel y el sistema circulatorio y la infusión de unas hebras es afrodisiaca al tiempo que digestiva. 

Según Jesús Ávila, autor de «Historia del Azafrán», la expresión «morirse de risa» podría derivarse del exceso de vino azafranado que era consumido durante la antigua Roma, donde Nerón hizo su entrada sobre una alfombra roja (azafrán) símbolo de la máxima dignidad y los griegos narraban que esta especie brotó del cuerpo de Júpiter.

Esta cultura esparcía azafrán sobre los suelos de sus comedores de gala, al igual que hicieron luego los romanos en las almohadillas en que se recostaban, ya que se creía que aminoraban las molestias de la resaca y relajaban el estómago tras un gran atracón. 

Del símbolo al esoterismo, en Oriente y Asia, habituados a conferir a las especias propiedades mágicas y curativas, el azafrán pasa por multitud de interpretaciones: la marca «tilak» que se hace en la frente en La India es una señal de gracia y buena suerte y en China aún hoy espolvorean con él los vestidos de las visitas como gesto de bienvenida y hospitalidad.

Sus beneficios para la salud se conocen desde antiguo, cuando se prescribía para los dolores genitales y para regular o aliviar menstruaciones; pero también se sabía que es letal cuando el consumo supera los 20 gramos (la cantidad máxima recomendada es de 1,5 gramos al día).

Incluso, la creencia popular cuenta que las mujeres embarazadas no deben asistir a la recolección ni al posterior tratamiento, ya que pueden resultar afectadas por los efluvios y elixir de la flor.

En medicina popular, se conoce como sedante estomacal, de ahí que tras comidas copiosas una infusión de azafrán ayude a aligerar las digestiones; también es utilizado para combatir el asma y para la fricción de encías, aunque su empleo más común en la actualidad haya quedado reducido a la homeopatía.

Mondar flores

Las rosas se depositan en el centro de una mesa, alrededor de la que puede que incluso coincidan tres generaciones de mujeres de la misma familia, que esbrinan (separan los estigmas de la flor) todos los días que dura la recolección, desde finales del mes de octubre.

Las esbrinadoras cobran su sueldo en especie (la cuarta parte del trabajo realizado), que controla la dueña de la casa, quien pesa el azafrán trabajado en una balanza de cruz y anota, día a día, las cantidades acumuladas por cada uno de los participantes en la mesa.

Aseguran las más ancianas que el esbrinador o esbrinadora que en una jornada monda libra y media (poco más de 690 gramos) puede presumir de ser persona hábil.

Y, si ya de por sí el azafrán es un producto liviano, al tostarlo pierde cerca del 80 por ciento de su peso, una tarea realizada para mejor conservarlo, reforzar su color, aroma y sabor característicos.

El método tradicional de medir el azafrán es en libras (460 gramos) y, aunque a partir de la consolidación del Consejo Regulador de la Denominación de Origen «La Mancha», agricultores y empresarios realizaran un pacto para fijar un precio mínimo de compra, la costumbre obligaba al regateo.

Esta tarea, igual que la de la monda, era potestad de las mujeres azafraneras, las primeras y únicas en la historia agrícola de España que han poseído la capacidad exclusiva de decisión sobre un cultivo.

Una libra de azafrán se paga a 553 euros, que, para redondear y hablar de medidas más comunes para los ajenos a la práctica de la agricultura, alcanza una media de 1.020 euros por kilogramo.

No es un cultivo del que se pueda vivir exclusivamente, pues al continuar transformándose a mano, requiere una gran cantidad de jornaleros y «artesanas» para su esbrine y tueste, mediante su exposición al sol o a estufas de calefacción.

Sin embargo, el presidente del Consejo Regulador manchego, Antonio García, indica que el organismo tiene previsto mecanizar ciertas tareas de cultivo y recogida, una automatización a la que, por fortuna, no llegará la de la monda, todavía realizada alrededor de una mesa camilla.

Los golosos precios del producto han conducido a una situación de fraude, que a través de adulteraciones y el comercio de azafrán de otras procedencias bajo membrete español, han llevado a la eclosión de la producción castellanomanchega, hasta caer de las más de 10.000 toneladas recogidas en 1997 a las 1.000 que se esperan esta campaña.

Lo demuestra que la superficie castellanomanchega continúa en las 2.049 hectáreas anotadas a principios de los años 90, sin aumento.

La trampa consiste en adquirir azafrán procedente de Irán y otros países terceros cuyos costes de producción son infinitamente menores y que en el mercado comunitario alcanzan un precio de venta de 0,45 euros por kilogramo, para enviarlo bajo la falsa etiqueta de español y conseguir así un rendimiento de alrededor de los 1.000 euros.

Otra forma de hacer la trampa es mezclarlo con plantas de aroma o color similar, en ocasiones incluso incluirle arcilla pulverizada, por lo que se recomienda adquirirlo en hebras y en cajitas que, de forma clara, indiquen peso y origen, nunca molido, aunque sea caro.

Un gramo de azafrán, la cantidad más habitual para presentarlo, cuesta entre los 3,6 y 4,2 euros, con lo que a partir de un sencillo cálculo matemático podemos asegurar que la asociación budista Shira Yoga gastó 8.400 euros en los dos kilogramos de azafrán manchego que ofreció para la incineración de Indira Gandhi en 1984.

EFE – REPORTAJES

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