«Azul», 1888

«Azul», 1888

R. A. FONT BERNARD
El día 10 del mes en curso, se cumplió el 118 aniversario, de la puesta en circulación, en Santiago de Chile, de la primera edición, de un pequeño libro titulado «Azul», de la autoría de un poeta de 19 años de edad, llamado Rubén Darío. Ese libro de ciento dieciocho páginas, inscribió un hito, en la historia de la literatura iberoamericana.

En «Azul», según lo escribió su autor, en «La historia de mis libros», «aparecen por primera vez en nuestra lengua, el cuento parisino, la adjetivación francesa, el giro galo ingertado en el párrafo clásico castellano, las chucherías de Goncourt, la «calinerie» de Mendés, el encogimiento verbal de Heredia, y hasta un poquitico de Coppee».

De acuerdo con esa declaración, el joven poeta, de cada cual aprendía lo que le agradaba, lo que cuadraba a su sed de novedad, y a su delirio por el arte. Fue el punto de partida del «modernismo», con el uso de un vocabulario, en el que la arquitectura, la erudición y la ciencia, le ofrecen sugestiones. En «Azul, el poeta estudió el vocabulario de cada frase, y las palabras aparecen como creadas especialmente, para decir lo que el autor se propuso.

El título de esa obra primigenia, dio mucho que hablar en su época, lo que obligó a su autor a declarar, que desconocía la frase huguesca: «L´ Art c´es L´azul». «El azul era para mi el color del ensueño, el color del arte, el color helénico y homérico, color oceánico y fundamental», escribió Rubén Darío en «La historia de mis libros».

Aún cuando los «modernistas» que le precedieron, habían llevado a la práctica, algunos intentos, en el sentido de «desencolar» la rima, y darle sortura a la métrica en el verso, fue el jovencísimo Rubén Darío, quien con «Azul», rompió audazmente las trabas métricas, en la búsqueda de una libertad de expresión total. El poema titulado «Primavera», que inicia la edición del 1888, así lo confirma: «Mes de rosas. Van mis rimas, / en ronda a la vasta selva, / a recoger miel y aromas, / en la flores encubiertas. / Amada ven, / el gran bosque, / es nuestro templo; / allí ondea / y flota un santo perfume / de amor. / Oh amada mía; / Es dulce el tiempo de la Primavera». En ese poema, Darío en vez de clausurar las estrofas en sí mismas, en series cuaternarias, hace de cada verso no una unidad propia, sino algo que puede depender de un encabalgamiento con el siguiente. Sólo respetó el ritmo, y eso por si sólo, constituyó en su tiempo, una revolución.

Como tal lo adivinó don Juan Valera, cuando en una de sus celebradas «Cartas Americanas», dijo que «si el libro Azul no estuviese escrito en muy buen castellano, lo mismo podría ser de un autor francés, que de un italiano, de un ruso o de un griego. El libro está impregnado de un espíritu «cosmopolita». Y refiriéndose al poeta en agraz, don Juan Valera dijo: «Hasta el nombre y el apellido del autor, verdaderos o contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico, y persa Darío, de suerte que por los nombres no parece sino que Ud. quiere ser, o es, de todos los países, casta o tribu». Concluyendo, don Juan Valera sin dudas un crítico sagaz, escribió: «Se conoce que el autor es muy joven, que no puede tener más de 25 años, pero que los ha aprovechado maravillosamente. Ha aprendido muchísimo, y en todo lo que sabe y expresa, muestra singular talento artístico y poético» Fue la consagración.

Con «Azul» se inició el vasto periplo rubendariano, que alcanzó su máxima expresión en los «Cantos de Vida y de Esperanza»:

Jesús, incomparable perdonador de injurias, óyeme. Sembrador de trigo, dame el tierno  pan de tus hostias; dame contra el sañudo infierno una gracia lustral de iras y lujurias.

Dime que este espantoso horror de la agonía que me obsede, es no más de mi culpa nefanda; que al morir hallaré la luz del nuevo día, y que entonces oiré mi «Levántate y anda».

A propósito de los «Cantos de Vida y Esperanza, nuestro Pedro Henríquez Ureña escribió en su obra titulada «Horas de Estudios», lo siguiente: «Darío el niño pasmoso de «Azul»… El joven mundano y galante de «Prosa Profanas, dedica un tributo a su pasado, en el pórtico lírico de su más reciente libro, obra plena y melancólica del hombre».

Precisa revelar, para quienes lo ignoren, que el nombre de Rubén Darío había aparecido en nuestro país, hacia el año 1884, mencionado por el poeta José Joaquín Pérez en la «Revista Científica, Literaria y de Conocimientos Utiles» que dirigía: «No conocíamos el nombre de este nuevo poeta nicaragüense, pero si antes de ahora lo hubiésemos conocido, de seguro que lo habríamos proclamado, uno de los primeros de nuestra hermosa tierra americana».

Posteriormente, cuando tras la publicación de «Prosas Profanas», el año 1886, la vida del ya universal poeta, discurría entre glorias y hastíos, acosado por una íntima inestabilidad emocional, dos sobresalientes dominicanos, participaron como ángeles de la guarda, para aliviarle de su inseparable «espanto de estar mañana muerto». Fueron ellos, Osvaldo Bazil y Fabio Fiallo. Al poeta Fiallo, de quien se suscribió como «hermano en la vida y en la muerte, le escribió numerosas cartas, en una de las cuales, datada el año 1909, ya en la etapa de su declinación poética, escribió: «Mi siempre perdonador y siempre mi mismo Fabio. ¿Entiendes Fabio lo que voy diciendo? Y aquí sí quiero que entiendas, tu tanto como yo, la verdad y la sinceridad de nuestra amistad. Sí quiero que comprendas mis silencios, quiero que te des cuenta, -y desde luego lo has hecho -, de mis apuros diplomáticos, y sobre todo de los otros». El poeta Fiallo desempeñaba las funciones de Cónsul de nuestro país en Hamburgo, Alemania y Darío estaba a cargo de la Legación de Nicaragua en Madrid. Los «otros apuros» guardaban relación, con lo que según expresaba Darío, eran «ciertas medidas económicas tomadas por mi Gobierno, que me han dejado con menos sueldo y lleno de compromisos». Para entonces, Darío había publicado más de veinte libros, entre ellos los «Cantos de Vida y Esperanza», en una edición de mil ejemplares, muy regateada por la «Editora Pueyo, de muy escasa venta. Con ninguno de sus libros, Rubén Darío logró alcanzar un mediano buen pasar económico, y sería en la posteridad, cuando sus «Obras Completas», han enriquecido a muchos editores.

El genio de la poesía hispanohablante, que en los 19 años de edad «lo había revuelto todo, y lo había puesto a cocer en el alambique de su cerebro, sacando de ello una quintaescencia», según lo expresado por don Juan Valera, falleció en su Nicaragua natal, a los 49 años de edad, y en un estado de abandono: «Monseñor, beso su mano. Muchas gracias. Me felicitó por haber recibido el pan de los fuertes», dijo ya moribundo, mientras recibía la extramaución. En sus «Cantos de Vida y Esperanza», se había expresado premonitoriamente:

«Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido, y un futuro terror.

Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra, y por lo que no conocemos y apenas sospechamos.

Y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos.

Y no saber a donde vamos, ni de donde venimos!».

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