Balada de la nostalgia

Balada de la nostalgia

Me suelo escapar de los linderos del tiempo en esta media isla asediada trotando en la nebulosa de la nostalgia. Y los ciclones como que nos regresan al pasado. Esperaré a María trotando en la nostalgia.
La nostalgia es un perro flaco tendido a las puertas borrosas del olvido, que te muerde con saña y ni siquiera sangras. Sigilosa, se cuela inesperadamente en el instante, armada de los viejos recuerdos, y teje en su enorme belleza el platónico rostro del pasado. La nostalgia es la construcción progresiva de lo que hemos seleccionado de lo vivido, recuperado sin que la íntima degradación del tiempo le afectara. En la imaginación del nostálgico, el regreso es siempre volver al mismo lugar, vivir los mismos hechos, trajinar la aventura con las mismas personas, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Instalarse en los episodios espontáneos que la memoria ha guardado complacida, deteniendo el tiempo es la batahola desenfrenada de la nostalgia.
Como un potro encabritado, zigzagueando sobre la nostalgia, puedo ir hacia atrás en el tiempo. Ahora soy un niño enhebrando sus sueños. Implacable cazador de mariposas, recorro las calles del barrio San Juan Bosco con mis pantalones cortos y la rama del árbol que uso como arma de este oficio que amo. Puedo vencer el aire o el agua, pero soy torpe ante el divino don de la belleza que Dios dejó caer a manos llenas sobre las mariposas. Es por eso que las mato con mi rama implacable, y soy encantadoramente cruel.
Estoy temblando, así lo imaginé diez o más veces. La ciudad se llena del leve rumor de las mariposas, sus suaves formas avivan los colores, todo se impregna del batir de sus alas, centenares de curvas y círculos menudos, en el luciente arcoíris de junio, nos golpearán el rostro en el curioso placer de su embestida. Yo sólo espero con mi rama alerta. Llevo los pantalones cortos, y como si me preparara para una hazaña decorativa y conmovedora, golpeo las piernas, nervioso, con la rama del árbol que desflecaré persiguiéndolas. No conozco el perdón ni confío mi alma a su belleza. Ahora corro lanzando furibundos ramazos en el aire, sofoco su enérgico batir y las veo caer, planeando en el viento como rayos de sol que se derrumban. Son cientos las mariposas muertas, cientos los bríos desvanecidos en mi bolsa de cazador, que abro y miro con asombro su bella imagen, como si se burlaran de la muerte.
En la escena pulida del olvido, la loca maraña de la existencia me regresa de tiempo en tiempo, a mis antiguos afanes de cazador de mariposas. Me veo en esa esquina del barrio San Juan Bosco, con mi rama ripiada, esperando las campanillas puras de un tintineo perdido. ¿A dónde fueron las leves mariposas de junio? ¿Por qué los niños de ahora no corretean tras ellas, gritando, como nosotros, mariposas de San Juan, mariposas de San Juan? La civilización, el modernismo, las carreteras y la contaminación de las ciudades acabaron con ellas. Se estrellaban por montones contra los parabrisas, o caían fulminadas por las emanaciones tóxicas de los combustibles. Temblando al sol, que hacía brillar sus pomposos atavíos de doncellas, esas mariposas del alma, que yo perseguía sin piedad, se esfumaban como un arcoíris. Los automóviles, el hollín, los ríos podridos, hacen que el aire de hoy sea un aire sin alas, por el que no se pueden desplazar las mariposas.
Y yo siento que aún sigo en una esquina del barrio San Juan Bosco, esperando que pasen las bandadas sin rumbo, las bandadas de San Juan, ocultas todavía en el laberinto verde de mi alma. Las bandadas que nunca regresaron. Y que únicamente se pueden recuperar en la nostalgia.
Siempre escribo y reescribo este texto. Soy un pendejo que no se puede zafar de la nostalgia. Ese perro flaco que te muerde con saña y ni siquiera sangras.

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