Balada del Barón del Cementerio

Balada del Barón del Cementerio

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Nadie en su sano juicio deja de ver que los gobiernos toman a veces decisiones importantes para la vida de los pueblos que mandan. Es obvio que una buena ley acerca de inversiones o sobre derechos laborales, puede influir favorablemente en el desarrollo económico de cualquier sociedad. Si no fuera así, daría lo mismo tener un rey imbécil que uno genial, sería igual un Presidente capaz y enérgico que uno perverso o indolente.

Las obras de los jefes de Estado admiten ser calificadas y cuantificadas. Por eso, en horas de hacer la síntesis de una gestión gubernamental, se escribe de un buen rey: «incrementó la riqueza, consolidó las instituciones, protegió las artes, respeto las libertades públicas y extendió la educación a todas las clases sociales».

Sin embargo, a los gobernantes no debe atribuírseles un poder incontrastable: la facultad mágica de transformar o resolver desde la jefatura del Estado todos los problemas de una sociedad. En el pasado inmediato era frecuente oír de los labios de jovencitos estudiosos y bien intencionados: «cuando alcancemos el poder cambiaremos revolucionariamente el orden establecido; transformaremos las estructuras sociales». Pero esto es muy fácil de decir y muy difícil de hacer. No sólo por «la resistencia que oponen los grupos privilegiados», cuya existencia y acción es evidente; también por los prejuicios, actitudes, debilidades y supersticiones de las clases menos privilegiadas económicamente. Los gobernantes experimentan diversas formas de «impedancia colectiva», esto es, de obstaculización para el progreso.

La semana pasada acudí al cementerio para asistir al enterramiento de un amigo muy apreciado; esperé la llegada del cortejo fúnebre parado enfrente de la «tumba del Barón del Cementerio». Según la creencia popular, la tumba que debe atribuirse al Barón del Cementerio es la primera en cerrarse en un camposanto nuevo. Todos los cementerios tienen una tumba llamada del Barón del Cementerio. Alrededor de ella se celebran complicados rituales, se prenden velas, se colocan cruces y coronas. Los familiares de la persona enterrada en la tumba del Barón pueden muy bien ser ajenas a estas creencias. Algunas veces, para evitar el desgaste de las lapidas y la destrucción de los ornamentos de los sepulcros, las familias de los fallecidos colocan rejas, estrechas y altas, para aislar sus propiedades y protegerlas de la intrusión popular. Esos esfuerzos resultan inútiles. Nadie logra poner freno a las continuas manifestaciones ante la tumba «del Barón». Ni las autoridades administrativas del cementerio, ni las del Ayuntamiento del municipio donde esté ubicado el cementerio, ni los deudos, ni el «gobierno central». Contener esa profusión de cera, cruces y danzas, es tarea imposible para el poder público. Muy poco puede hacerse contra la caudalosa corriente de la costumbre.

En nuestro país se vende impresa una oración llamada Ensalmo al Barón del Cementerio; otra a San Deshacedor. Las hay dedicadas a Las siete potencias africanas, a San Alistrote, a Santa Marta la negra, a La piedra imán. Todas gozan de gran prestigio y altísima demanda. Son el apoyo escrito de ritos populares destinados a burlar persecuciones judiciales, a causar daño a enemigos, a incrementar los encantos sensuales de la mujer, a conservar la adhesión de socios o el cariño entre amantes. La fuerza poderosa que se reconoce al Barón del Cementerio produce temor. Es más frecuente oír críticas contra la Iglesia católica en conjunto, contra la Inmaculada Concepción o contra la Santísima Trinidad, que en rechazo del Barón del Cementerio. El ciudadano común no teme las discusiones filosóficas, teológicas o dogmáticas, en relación con «la religión organizada». Si teme, en cambio, tocar prácticas supersticiosas conectadas con pasiones violentas o con los «misterios del trance».

Los «intermediarios» que invocan la presencia del Barón del Cementerio identifican su llegada cuando sienten el olor de un cadáver en putrefacción. El Barón no es «el espíritu de un fallecido». Es una «entidad» elemental que jamás ha encarnado en un cuerpo humano, como son los casos de las almas de los difuntos. Los «elementales» son fuerzas de la naturaleza que no han sido «domesticadas» por la civilización occidental. Los «ogún», los «petró», son familias de elementales dirigidas por un «elementarca». Las sesiones en la que se invoca a «un elemental» se llaman sesiones materiales; aquellas en las que se invoca el espíritu de una persona muerta se denominan sesiones espirituales. Los «espiritistas» franceses, por ejemplo, no tienen trato alguno con «elementarcas».

Los gobernantes dominicanos – sobre todo en períodos electorales – suelen ser muy comedidos con el Barón del Cementerio y con otros elementales de nuestro folklore político. Existen «elementarcas» de las calles, «elementarcas de los partidos, «elementarcas» del orden público y «elementarcas» de los negocios turbios. Estas «entidades antropológicas», universalmente aceptadas, disfrutan en estos días de tanto respeto como el Barón del Cementerio. Los ciudadanos «civilistas» ordinarios, comunes y corrientes, no deben aguantar sin protestas tan abusivas costumbres. Sea que las llamen populistas, etnológicas o alternativas.

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