Balada del peregrino

Balada del peregrino

La palabra peregrino es siempre la emoción del viaje. No se la inventó el cristianismo,  en el mundo romano   a esos extranjeros libres que cruzaban las ciudades del imperio,  les decían peregrinus. Pero el cristianismo dio al peregrinaje el hálito de la trascendencia, e hizo hermoso al peregrino  que atravesaba Roma, o poco después “El camino de Santiago”,  siempre fundido a la búsqueda de una espiritualidad superior.

Casi toda la gran poesía en lengua castellana ha recuperado los “pasos errantes de un peregrino”, y figuras enérgicas de la literatura en todas las  lenguas han abonado para la configuración de ese mito intermediario que es el peregrino. En lengua española bastaría citar al gran Luis de Góngora y a Federico García Lorca, aunque es mucha la tinta que ha corrido acompañando todo el fervor trashumante del peregrino.

Si la emoción del viaje hace al peregrino, el sacrificio total de su persona lo compromete a una lucidez que es la elección de un fin moral. Un verdadero peregrino es siempre grácil e insolente. Ama a su Dios y a veces su propio Dios lo abandona; flaquea y  la energía redoblada le regresa porque hay siempre un fuego interior que la alienta.

Los peregrinos están habitados por una certeza, sus pies los mueve un soplo ligero, extrañamente débiles siempre vencen  al misterioso esfuerzo que se le opone,  aunque jamás deben fingir, ni  su causa servir para consagrar tiranos o canallas. ¿No es, acaso, en el más absoluto desamparo que el peregrino se despliega convenciéndonos de que nada puede salvarnos de nosotros mismos? ¿No es el peregrino una advertencia, una expiación, una especie de euforia  que sufre sus molestias  por todos nosotros, y opone su verticalidad, su esfuerzo, a la injusticia, a la opresión? ¿Puede un peregrino tomar su cruz y montar una suerte de comedia apoyando desfalcadores de su pueblo, trituradores del futuro de la juventud, descuajaringadores de la esperanza?

¡No! En este país todo está prostituido, el dinero lo ha podrido todo. Algunos filólogos  dicen que la palabra peregrino es un cultismo por origen, y que la voz patrimonial es “pelegrino”,  pero lo que no se discute es que un peregrino, o “pelegrino”,   entraña un gestuario del desapego, y que la única paga a su martirio es la felicidad humana. Su opción es la justicia.  Tal vez por eso  son peregrinos los que necesitamos. ¡Verdaderos peregrinos! Jóvenes que salgan de todas las provincias del país a pedir justicia. Muchachos vociferantes que asuman la alternativa de mentira o verdad, tropillas entusiasmadas de jóvenes cuyo peregrinar desgarre todo el engranaje de simulación y engaño que han montado.  ¡Oh, Dios!

Si de todas las provincias llegaran cientos de jóvenes peregrinos, y desembocaran en la ciudad al mismo tiempo,  e hicieran temblar a todos los organismos  encargados de administrar justicia, secuestrados ahora por la corrupción, entonces  veríamos la esperanza refugiada con soberbia  en la certidumbre de la justicia.  Mucha gente no quiere darse cuenta de que todo este grito que sacude al país clama contra el conformismo criminal que ha permitido la impunidad. ¡Peregrinos contra la impunidad cercando el silencio que pretende fingir que no ha pasado nada! Son demasiadas rebeliones, demasiados combates, y demasiada soledad. ¡Este país está harto de mentiras, y también de silencios!

¡Ojalá y los verdaderos peregrinos nos transportaran a las regiones de una convivencia mejor!  Esos falsos peregrinos solo pretendían exorcizar lo real, sobreindicar la prolongación del cinismo, suprimir  la impresión del pueblo de  quiénes son los culpables, y pulsar la eterna y maldita lírica de la impunidad. De lo que se trata es de la justicia. Hay que levantar en éste país un régimen de consecuencias efectivo. No es posible que un gobernante, por su propia decisión, y atizado por su megalomanía, destruya todo el futuro de las generaciones presentes, y no pase nada. No es posible seguir permitiendo que la corrupción nos hunda en la desdicha, y no pase nada. El peregrinar debe ser para erigir un régimen de consecuencias, porque no hay peregrino sin la elección de un fin moral, y porque  los verdaderos peregrinos son una absoluta apertura al sueño de la justicia.

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