Beethoven ha sido masacrado

Beethoven ha sido masacrado

Cierta crítica conozco, demasiado abundosa en nuestro medio, que por sistema confunde la palabra con un garrote, hallando al parecer gozo cuasi lascivo en descalabrar sin misericordia cuanto se le pone por delante; dieran la impresión quienes la ejercen –cofradía de sierpes ponzoñosas- de que su deleite se intensifica en proporción inversa al número de fallas, insuficiencias y descuidos que ponen o creen poner al descubierto… No es el caso –quisiera pensarlo así- del autor de estas ceñudas cavilaciones.

En punto a comentario valorativo mil veces prefiero elogiar y encarecer que no abaratar o derruir. Para desazón de la nutrida cáfila de lectores a la que sólo complace el dicterio y el rebajamiento que el amarillismo de la prensa con generosidad provee, no tiene mi pluma, en el ámbito de la apreciación estética, vocación de garra o de colmillo. Empero, si bien suelo acogerme a la elocuente y compasiva disciplina del silencio cuando lo que he leído, visto o escuchado no colma mis expectativas de resabiado fruidor de arte, a veces, como en el caso de estas apostillas, me veo impelido a romper tan saludable costumbre. Porque hay ciertas cosas en el campo del quehacer artístico ante las que un escoliasta que se respete no puede, no debe hacerse de la vista gorda so pena de incurrir en onerosa falta por lo que toca a su primordial e irrenunciable compromiso social, que no es otro sino orientar, estimular y esclarecer.

Para preámbulos vamos sobrados con lo dicho. Entraré, pues, a seguidas en materia confiando por modo probablemente cándido e inadvertido que los juicios que se agolpan en mi cerebro y pugnan por volcarse en la página no sean considerados fruto de atrabiliario prejuicio o insana animadversión, sino lo que en puridad son e intentan ser: mi opinión personal, zahareña acaso pero no irresponsable, ni festinada, ni lastrada de ocultas intenciones, acerca del deplorable concierto con que dio inicio el pasado jueves 19 de agosto la segunda parte de la Temporada Sinfónica del año en curso, cuyo plato fuerte –al que exclusivamente me referiré por razones de espacio- era nada más y nada menos que la Novena Sinfonía de Beethoven.

Asumo –espero que el melómano avisado en parejo dictamen me acompañe- que la virtud primera y en modo alguno deleznable de un buen director es la prudencia a la hora de seleccionar las obras que conviene incluir en el programa. Comenzaré entonces señalando que a mi tal vez erróneo pero honesto criterio, constituye un flagrante atentado contra la sensatez y el comedimiento lanzarse al coso a torear esa bestia tremenda que es la Sinfonía Coral del genio teutón, pieza supremamente difícil y compleja que en música representa lo que en pintura la Monalisa, en literatura la Divina Comedia, en escultura el David o en arquitectura el Partenón… Y semejante irreflexión y ligereza en orden a la elección de las obras del programa es también en no chica parte pasible de desaprobación con sólo tomar nota del hecho de que la aludida composición –célebre si las hay- ha sido objeto de memorables ejecuciones a cargo de las más calificadas orquestas y las más reconocidas y ovacionadas batutas del mundo, ejecuciones que, por si fuera poco lo que acabo de aseverar, han sido grabadas y pueden ser escuchadas siempre que uno lo desee, conformando así un paradigma de calidad al que, para igualarlo, es menester disponer de instrumentistas fuera de lo común y de un director de las condiciones excepcionales de un Toscanini, un von Karajan un Furtwangler o un Barenboin.

Como ese está lejos de ser el caso de nuestra orquesta –compuesta en su mayoría por profesionales discretos y consagrados pero no sobresalientes-, ni de nuestro flamante director José Antonio Molina, músico a quien nadie escatimará talento y brillo pero que ni por asomo cuenta con la experiencia, dominio técnico y genialidad que le autoricen a  hombrearse con las cimeras figuras antes mencionadas, ocurrió lo que no podía dejar de suceder: La Novena Sinfonía de Beethoven fue torturada, mancillada, masacrada antes que interpretada.

No recuerdo haber escuchado en toda mi vida de adicto melómano y fervoroso admirador del estro beethoveniano, una ejecución de la Novena tan a pie de tierra, pobre, carente de lustre, de perfilación y de acabado; desafinaban los músicos, no había limpieza en la sonoridad, en especial de los vientos, ni matización ninguna, en tanto que el tambor producía un escalofriante barullo de latón; a todas estas, el desarrollo de la obra –a la que se le imprimió una aceleración desaforada que lejos de añadir dramatismo iba en detrimento del sentido de la pieza- se mantuvo en un nivel de ejecución plano, mecánico y lineal, al que faltó en todo momento ese duende que hace que el intérprete reproduzca no sólo los símbolos de la partitura sino su espíritu; por lo demás, los solistas del coro –aparte de que también desafinaban de lo lindo- jamás dieron la talla en sus grises y anémicas intervenciones; sólo la masa coral tuvo una loable participación…

Al cabo y a la postre, que la ejecución de la Novena Sinfonía, cuyos trapos sucios musicales me he visto en la penosa obligación de orear, (y dé por descontado el lector que falta por hacer inventario de muchos más lunares de los que he traído a colación) debería hacernos reflexionar en torno a esta delicada cuestión: en la esfera de la música culta es imperioso hacer conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones y atenernos a lo que podemos llevar a cabo de manera satisfactoria.

Las buenas intenciones no bastan porque, como es fama, el infierno está tapiado de ellas. De donde, mientras a los dominicanos que amamos y nos dedicamos a las tareas artísticas se nos sigan subiendo los humos a la cabeza, continuaremos haciendo gigote, al llevarlas a la sala de conciertos, las más excelsas creaciones del arte musical. 

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