¿Acaso alguna vez la acumulación desmedida de poder ha tenido un final feliz? Casi nunca. Esa fiesta suele ser breve. La sensación de perennidad que produce la rumba absolutista engaña a los más inteligentes.
Ahí están los imperios caídos, los tiranos destripados y los millones de muertos en los cataclismos sociales en los que suelen devenir los secuestros de poder de diestras y de siniestras. Vestido de Hugo Boss, o de caqui con charretera, se termina de mala manera.
El intento de someter a los demás transita por similares y aberrantes caminos. El paisaje y la cultura matizan, pero son tonos de la misma melodía.
Detengámonos en dos ladrones de la democracia contemporáneos. Uno, en la extensa y gélida Unión Soviética; el otro, en la calidez del mediterráneo. Putin, con proclividad zarista, y Berlusconni intentando la orgía de los cesares. Il Cavaliere, un deprimente payaso de la ópera italiana, ha dominado su país por diecisiete años a través de un aparato político que controló los medios de comunicación y los poderes fácticos (la iglesia, el empresariado, las izquierdas y el bajo mundo, quienes se aprovecharon de sus concesiones y callaron), distorsionó los valores y la mentalidad de sus compatriotas.
Se hizo querer en sus excesos y vicios por toda una generación.
Degradó la política italiana hasta extremos inimaginables. La ineficiencia, la bajeza de sus delitos y los escándalos, esfumaron el hechizo dando al traste con el emperador. Quienes fueron sus cómplices tuvieron que esquivar el bulto y ayudaron a sentarlo en los tribunales. !Hasta tu, Brutus!
Putin, enmarcado en el zarismo, se hace filmar nadando por ríos helados, retozando con tigres, cabalgando con el torso desnudo y asistiendo a inauguraciones de monumentales edificaciones. En su haber: corrupción desenfrenada, eliminación física de adversarios, el control del capital, la censura, el desarrollo de mafias criminales, un presidente títere y su reelección programada para el próximo marzo.
Reina desde el 1999. Reclama la estabilidad y el progreso económico- que en números se limita a una poderosa clase de sus incondicionales- como justificación de sus excesos.
Los dos han envilecido a sus naciones sin atisbos de remordimiento, encantados de haberse conocidos. No dan señales de cansancio ni de querer hacerse a un lado. Van engrandecidos y pervertidos por el poder.
Pero, como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista (refrán que olvidan emperadores, dictadores y aspirantes a serlos), ya los rusos comienzan a manifestarse abiertamente en contra del régimen, los votos comienzan a descender, los grupos opositores a crecer y la censura cede ante la internet, dando signos de que nuevamente los soviéticos tendrán que desangrarse para liberarse.
A todos le llega su Plaza Tahrir, su huida, su condena, o una muerte de barbarie, a lo Khadafi.
Sin embargo, obnubilados en las estratosferas del mando, con los bolsillos rellenos y sus cortes palaciegas, ignoran la historia. La vienen a recordar en el huidero, en la depresión, o en la cárcel.