Bibliófilos, bibliómanos y bibliópatas

Bibliófilos, bibliómanos y bibliópatas

Hay querellas que no pierden vigencia ni actualidad. Todavía hoy, casi 2000 años después, el mundo intelectual lamenta y llora la decisión del emir Amr Ibn al-As, siguiendo órdenes del califa Omar, de destruir por el fuego la más grande biblioteca de la antigüedad, la de Alejandría, que había creado Ptolomeo I Soter, “El Salvador”, hacia el 325 antes de Cristo.

Ptolomeo, evidentemente, es el primer bibliófilo que se desprende de esa suerte de avaricia con los libros que tienen todos los de su casta y decide, utilizando la influencia que le generaba su poder político y militar para solicitar a los soberanos y gobernantes del mundo conocido entonces, el envío de obras de todo tipo de autores: “poetas y prosistas, retóricos y sofistas, médicos y divinos, historiadores y los demás aún”. Al tiempo que daba la orden de que todo libro que fuera encontrado en los barcos que hacían escala en el puerto de Alejandría fueran copiados y traducidos. Esa recuperación se le llamó, en aquella época, el “fondo de los barcos”, lo que luego daría origen al “depósito legal”.
Pero tanto esfuerzo, no menos encomiable que la búsqueda y recolección de obras en los barcos que echaban el ancla en el puerto de Alejandría, fue objeto de la absurda interpretación de un “exégeta” del Corán que dio al traste con los 700.000 volúmenes que contenían todo el conocimiento de la Antigüedad. Miles de obras que se convirtieron entonces en pasto de los baños turcos de la corte del mal recordado califa Omar a quien solo se le puede acusar de pirómano, pues su gesto no se registra ni creó un tipo de criminal como el que corresponde al que mata a su padre, a un hermano, a un conglomerado humano, a un niño y que se conocen como parricida, fratricida, genocida e infanticida respectivamente. El que quema libros, en particular papiros que es lo mismo que decir ejemplares únicos, no tiene atajo lingüístico que lo designe. Solo los regímenes totalitarios como el de Hitler en 1933 se han permitido hacer una hoguera alimentada por libros considerados, por los nazis, degenerados. Pero los nazis no pudieron, a pesar de que tenían la intención de hacerlo, borrar con su crimen toda la cultura que les precedía. Y hay una explicación.
Si en la época del califa Omar hubiera existido la imprenta, sin excusar la acción, el daño hubiera sido menos lamentable. Pero la imprenta vino a aparecer, gracias al genio de Gutenberg, mil años después, precisamente en 1455 cuando el hoy célebre alemán publicó los primeros 300 ejemplares de su Biblia sacra latina. Desde entonces, la publicación en serie de libros ha ido creciendo y generando, además de los bibliófilos, que la Academia de la lengua define como aquel que tiene “pasión por los libros, y especialmente por los raros y curiosos”, al bibliómano que, como el primero, tiene pasión por los libros, pero no le preocupa en lo absoluto que el libro sea “raro” o “curioso”. De esta última clasificación surge otro más que, por superar los límites de la manía, alcanza los niveles de la enfermedad y que deberían ser llamados “bibliópatas”.
El bibliófilo, como decía al principio, tiene una inclinación avara por la colección. No le preocupa tener varias veces la misma obra siempre y cuando presenten, en su aspecto exterior y el pie de imprenta, características diferentes que en muchos casos pueden también afectar el contenido de la obra. Hay bibliófilos que llevan su pasión a tal extremo que consagran toda una vida a tratar de poseer todas las ediciones de El Quijote no solo en español sino también en todas las lenguas a la que la archiconocida novela de Cervantes ha sido traducida. Cosas de locos, diría una persona sensata, o de vagos, diría otra más indulgente. El bibliópata, como el bibliómano, tiene una avidez malsana por el libro, pero se diferencia del maníaco, porque no le preocupa la colección sino la posesión del hermoso resultado de la invención de Gutenberg. Siente pasión por la página impresa sin tomar en cuenta su contenido.
La bibliofilia ha generado novelas policíacas, como, para citar un ejemplo, El club Dumas de Arturo Pérez Reverte, cuya trama se centra en la búsqueda de una obra por toda Europa. La bibliofilia es pasión y las pasiones, en muchos casos, dominan a quienes la padecen y, como sucede en la obra de Pérez Reverte, pueden conducir hasta al asesinato. De ahí que un individuo sea, al mismo tiempo, bibliófilo, bibliómano y bibliópata sin que podamos distinguir en qué momento una de esa triple facética personalidad entra en acción.
Los bibliómanos se preocupan menos que los bibliófilos por los detalles que ponen como condición para incluir un libro en su biblioteca, pero tienen ciertas condiciones para acumular libros. El bibliópata no. Acepta desde la guía telefónica hasta la Biblia sacra latina pasando por catálogos y brochures publicitarios. El bibliófilo y el bibliómano acumulan, algunas veces especializados en un tema, y otras, sin distinción. Es un apasionado del libro que llega casi a constituir una suerte de biblioteca a la que no permite el acceso ni siquiera a sus amigos. En realidad, la frontera entre ambos coleccionistas es muy frágil. En el uno y el otro subyace, no hay que ser adivino, el bibliópata.
Entre los bibliófilos más conocidos que registra la historia de la cultura hispánica se encuentra Fernando Colón, el hijo adulterino del Almirante descubridor de América. Se dice que su biblioteca se consideraba como la más grande de la Europa del siglo XVI. Como sucede a casi todos los bibliófilos, bibliómanos y bibliópatas cuando mueren, el cadáver sale por una puerta y los libros por las demás, incluidas las ventanas. En una palabra, la pasión y manía de toda una vida se dispersa y aparece otro amante de la palabra impresa que se lanza en la irrealizable aventura de pretender reconstituir la biblioteca de uno de sus colegas desaparecido años, y hasta siglos, antes.
La destrucción de la biblioteca de Alejandría fue un gran revés para la humanidad. Los bibliófilos y bibliómanos de hoy, cuando recuerdan ese hecho, se lamentan como si hubiera sucedido ayer. El bibliópata en cambio, el puro, el caso clínico, no tiene noción del pasado, solo le interesa el objeto libro. No le teme a la desaparición del libro, está consciente, contrariamente a sus parientes bibliófilos y bibliómanos de que, gracias a los medios de reproducción del libro, es imposible pensar en la desaparición de toda la memoria de la humanidad, a pesar de que algunos sistemas políticos lo han intentado en varias ocasiones. Pero ninguna de las tres categorías de apasionados y neuróticos del libro se ha dado cuenta aún de que el objeto de su pasión, el libro, comienza ya a perder terreno en provecho del libro magnético, en CD o por la Internet. Solo a los bibliópatas les resultará fácil reciclarse, pues el libro magnético ocupa menos espacio y pueden continuar agrandando una biblioteca, virtual evidentemente, cuyos libros, como los que poseen en la actualidad, nunca leerán.

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