Bienvenido a su patria hermosa, señor Santos

Bienvenido a su patria hermosa, señor Santos

 LUIS R. SANTOS
Dicen que la patria es algo que se ama con la misma intensidad con que se puede amar a una mujer, a un hijo o a un gran amigo. Para algunos poetas la patria no es más que la infancia, ese tiempo irrecuperable en que fuimos felices porque éramos inocentes.

A veces tomamos distancia con la patria y entonces podemos aquilatar qué tanto sentimos por ella. Dos años residiendo en el centro de La Florida fueron suficientes para valorar justamente esos sentimientos hacia esa patria que, en muchas ocasiones, he querido abandonar para siempre.

Después de dos años esperaba yo una bienvenida normal, en virtud de que nadie me había extrañado ni notado mi ausencia, excepto en algunos bares y librerías; pero para asombro de mis ojos he tenido una cálida bienvenida a mi patria, bienvenida que en breves líneas compartiré con ustedes.

Primero quiero referir que al momento de dejar el país la economía estaba dando tumbos por recuperarse de los azotes de una tormenta que impiadosa se abatió sobre ella; mi primera sorpresa fue observar cómo la industria de la construcción ha resurgido con gran fuerza en casi todas las zonas de la capital y la provincia de Santo Domingo; tantas edificaciones nuevas desdicen de quienes aseguran que la economía anda mal, que no hay circulante. La pregunta que corresponde hacernos es de dónde salen tantos millones para soportar esta epidemia de torres, plazas, condominios, entre otros.

Las calles de Santo Domingo las he encontrado más caotizadas que nunca, los conductores más agresivos y más automóviles lujosos que en cualquier otra época.

En el aspecto político he podido comprobar que si bien luce imbatible su proyecto reeleccionista, la figura del presidente Fernández se ha venido desgastando dentro de las clases populares, lo que le obligará a replantearse muchos aspectos de su forma de conducir el Estado para los próximos meses.

La bienvenida de que quería hablarles tiene que ver con otro de los temas que he encontrado sobre el tapete al momento de regresar: la delincuencia.

Hace un tiempo publiqué un trabajo que titulé La revolución de las ratas, en donde hacía algunos planteamientos sobre el desborde de la criminalidad, y que hoy son más válidos que nunca. Pues bien, al regresar de los Estados Unidos, después de un tiempo establecido allá, nos vimos en la necesidad de adquirir un vehículo para la familia. Hicimos las diligencias pertinentes y al final obtuvimos el carro que buscábamos; pero la delincuencia no sabía que ese vehículo lo acabábamos de adquirir para hacer diligencias de trabajo; para ir al super, para llevar la niña al colegio, en fin, para poder vivir en un país como el nuestro, que no posee un medio de transporte colectivo ni bueno ni malo, que sencillamente no lo tiene. Y una noche en que mi esposa acababa de dejar a una hermana en Los Restauradores, ella dentro del carro, motor encendido, dos sujetos la encañonaron y la conminaron, cortésmente, a salir del carro. Intentaron incluso salir huyendo con nuestra hija que estaba amarrada en el asiento de atrás, y, si no es porque la hermana de mi esposa forcejea con uno de los atracadores, también se la hubieran llevado.

Una grata bienvenida. Pero la cosa no termina ahí. Una noche, después de salir del gimnasio, ubicado cerca de donde resido, voy a visitar, a pie, a la misma cuñada involucrada en el asalto. Camino a eso de las diez de la noche por una de esas calles de Los Restauradores y, de repente, dos sujetos en un saltamonte se me abalanzan encima y me encañonan; me dicen que es un asalto y yo, sorprendido, porqué la ley del promedio se había ensañado contra mí, le di todo lo que llevaba encima. Así que esa noche me robaron mi celular con veinte pesos en fondo para llamadas prepagadas, una lonja de pierna de cerdo horneada y una banda de una torta de casabe que le había enviado la hermana a mi esposa; pero tuve suerte de que no se dieran cuenta de que mis tenis eran unos Jordan, que a mí me habían costado dos dólares en un Salvation Army, pero que aquí hay que pagar por ellos unos dos mil pesos, suficientes para comprar varios cigarros de mariguana y un par de pases de cocaína.

Después de esta encantadora bienvenida, he decidido que antes de comprar otro automóvil voy a comprar una pistola o una escopeta o tal vez una Uzi; pero que lo sepa el ministro Almeida: no voy a pagar impuestos por esas armas, quienes en menos de un mes me asaltaron en dos ocasiones no los pagan; entonces, ¿Por qué habría de pagarlos yo?

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