Ordenada constitucionalmente su creación en 1844 para que la Cámara de Cuentas actuara como órgano externo de fiscalización y guardiana de los recursos públicos -actualizada y modernizada en el 2004- de buenas a primeras surgió por iniciativa congresual reciente un proyecto que reduce sus capacidades de actuar: un contrasentido que el Poder Ejecutivo tomó en cuenta para observar en vez de promulgarlo como ley.
Los «innovadores» anularon los avances incluidos hace dos decenios fulminando preceptos que precisan las diferentes y efectivas competencias de la Cámara, incluyendo la aplicación de sanciones a funcionarios que fueren hallados en faltas graves al administrar bienes y fondos del Estado. Y se haría desaparecer su autoridad para exigir integridad y controles eficientes y objetivos a las altas jerarquías sometidas a su control.
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Una puesta en reversa que en los hechos sacaría de circulación los escrutinios institucionales de disuasión y sanciones; una retirada de la vigilancia ética, reglamentaria y penal que tiene que existir sobre una burocracia súper numeraria que con frecuencia incluye a advenedizos y gente que llega a los cargos por favoritismos y preferencias políticas aunque no califiquen.
La observación del Poder Ejecutivo es específica: un sistema de control como el que manda la ley «es indispensable para el equilibrio de poderes y la institucionalidad democrática». Y Finjus dijo más: el proyecto deja de lado las normas esenciales que rigen la función fiscalizadora. Circunscrito evidentemente (agregamos) a enunciados teóricos sin contundencia.