Bonos públicos

Bonos públicos

PEDRO GIL ITURBIDES
El gobierno central previó ingresos extraordinarios por ocho mil doscientos millones de pesos, generables por la venta de bonos del Gobierno Dominicano.  Lo cierto es que al cierre del año fiscal estos recursos serán innecesarios. Pero algunos congresistas piensan que esta suma es indispensable para cubrir obligaciones previstas en la Ley de Gastos Públicos. Por eso han esgrimido burdos ardides para lograr concesiones todavía desconocidas para la generalidad del pueblo.

Podemos tener seguridad, sin embargo, que las exigencias no rondan el camino de la inversión en infraestructura social para las comunidades nacionales. Tampoco el aumento del gasto social en áreas destinadas a la satisfacción de necesidades mínimas. Al parecer, los requerimientos se dirigen a procurar que se retarden o anulen, acciones destinadas a lograr vindicaciones sociales por la comisión de actos punibles. Pero tampoco ello puede afirmarse con claridad.

Aprobada o no la ley de bonos dirigida a captar la suma prevista, el gobierno central puede echar mano a un recurso inestimable. Se trata del adecuado manejo administrativo de las transferencias de capital, pero también de transferencias corrientes. A través de la administración de las apropiaciones establecidas para estos conceptos, el gobierno central puede «crear» por omisión los ocho mil millones. Y san se acabó.

Pero por supuesto, son peledeístas los rectores del fisco. Y son perredeístas los que tienen la sartén por el mango en el Congreso Nacional. Aunque muchos de los demás contribuimos al jaleo.

El ideal sería, sin embargo, que estuviesen de acuerdo, no en ser miembros de partidos de opiniones divergentes, sino dominicanos. Y en pertenecer a una clase política capaz de servir al bien común. Este sería el ideal. Y para soñar más, convendría que la captación de recursos para la inversión mediante la emisión de bonos, fuese un mecanismo normal para impulsar el crecimiento. Esto es demasiado pedir.

Un administrador fiscal serio puede motivar la venta de estos papeles financieros. Por supuesto, hablamos de un administrador serio, capaz de incluir en las versiones anuales de la Ley de Gastos Públicos las obligaciones generadas por estas captaciones. Rafael L. Trujillo, a quien tanto criticamos, sabía el valor de este procedimiento para crear recursos.

Basta leer las páginas de los diarios de la época para conocer las fechas de pago de intereses y redención de los títulos emitidos. Después que pasó esa administración, comenzaron los olvidos. Y una remisa tendencia al ahorro, se escurrió hacia otras fuentes que brindasen la seguridad que no ofrecía el gobierno. Hasta el decenio de 1980, esa seguridad fue atributo de la banca. Con la improvisación de banqueros y expertos financieros, menguó esa confianza que, sin embargo, no ha desaparecido del todo.

Si en los gobiernos bajo las sucesivas administraciones que nos gastamos, se tuviese conciencia sobre el valor de estos papeles, no los usaríamos para la extorsión. Y por el contrario, se apelaría a ellos para impulsar proyectos específicos cuya rentabilidad asegurasen el pago de las obligaciones resultantes. A través de su emisión se lograrían recursos que no provienen del ahorro interno, público o privado.

El Banco Central de la República ha reducido la masa monetaria mediante la colocación de certificados de depósito. Estos instrumentos financieros, con nombres diferentes, son bonos. La gente acudió al llamado para la colocación de recursos, no porque quisieran contribuir con la política de reducción del circulante, sino por temor a nuevas quiebras bancarias. Después, los propios bancos han comprado estos papeles, debido a la recesión imperante.

Pero, ¿qué efectos económicos sobrevendrían a la misma operación, ejecutada por el gobierno central, con el propósito de financiar la presa de Güaigüí? Por supuesto, dijimos, para eso se necesitan administraciones serias. Porque ni siquiera bonos soberanos resisten administraciones de otro tipo.

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