Boomerangs y desatinos

Boomerangs y desatinos

POR YLONKA NACIDIT-PERDOMO
La sociedad decimónica del siglo XIX tenía predilección por la utilidad. Allí coexistían diversas clases con variantes de individuos seudo-útiles. Un espectador reflexivo de dicha época tendría que examinar a través de la acumulación originaria los hábitos y los códigos del carácter humano de aquellos que en nombre de los principios de la civilización emulaban a la barbarie por medio de las proezas del conquistador: la fuerza y el fraude.

El tiempo histórico, como una suma de acontecimientos en el devenir, atestigua por medio de hechos concretos las extremadas astucias de muchos hombres que lograron imponerse a lo colectivo. Thorstein Verblen en la obra Teoría de la clase ociosa, cuya primera edición inglesa se publicó en 1899, analiza el avance y los rasgos culturales de las comunidades bajo un estado de desarrollo. Señala que «La institución de una clase ociosa es la excresecencia de una discriminación entre tareas, con arreglo a la cual algunas de ellas son dignas y otras indignas», e indica que esta distinción «ha recibido (…) poca atención de parte de los economistas».

Hago esta breve nota porque en esencia vivimos en una época de enajenamiento y sonambulismo, donde la acción humana ha perdido la realización imaginativa, y hay una criatura que vive abrumada por teorías, por dogmas, por religiones, y por interpretaciones que ni la política ni la crítica teológica han podido cambiar, o por lo menos, desconstruirla. Esa criatura es, la miseria humana.

A veces quiero convencerme, y otras veces me niego a creer que la fe en el pensamiento haya desaparecido, que las ideologías y sus profetas ensombrecieran su rostro por una existencia determinada por lo material, donde se excluye a la transparencia de la conciencia personal, y las almas vuelven a ser esclavas de la muerte.

No sé aún cómo podremos ser capases de resistir esta soledad y desprotección llena de una gran ansiedad y tristeza, ya que la libertad, aquella palabra iluminada por la doctrina de la razón no existe, porque viene precedida por el sentido de injusticia que los hombres de los sistemas de Estado llenan de ruinas.

Siempre he pensado que la libertad es un mandamiento, y la felicidad, tal vez, quizás, una norma de ese mandamiento, y que  por eso, toda generación de pensadores viene provista de su evangelio, de una convivencia devota para transformar a la realidad.

Esencialmente las virtudes de una generación quedan reveladas en sus obras, en sus autosacrificios, en las alianzas, en el diálogo, y en el poder que les aporta sus vínculos con los otros como un pacto de vida común. Pero las generaciones también traen consigo sus debilitamientos, el karma del rencor, su auto-destrucción, el odio a sí mismo, el aborrecimiento y la insensatez.

Toda esta referencia compulsiva es un resumen de las múltiples preguntas que no puedo responderme hoy, más aún cuando la pena cotidiana está colmada de lúgubres y presentidas realidades, y la ciudad amanece con un verano diáfano por la luz solar, pero con inquietudes traumáticas encendidas por abrumadoras irresponsabilidades coletivas o individuales, públicas o privadas.

Las condiciones económicas imperantes no dan respuesta a circunstancias y situaciones ordinarias como la crisis de los hospitales, del servicio de energía eléctrica, a los problemas de la pobreza con un exceso de la insanidad a causa de la acumulación de la basura, al fenómeno del «limbo» provisorio de las inversiones, a la caída de sectores productivos vitales, a la merma de la microeconomía, al aumento de la prostitución y de la mendicidad. Los pobres son hoy día gentes activos de una presión social que los insta a «buscársela».

Pero todas estas situaciones que la gente expresa, discute, o pasa por alto, siguen a la crisis del sistema político que al parecer en la República Dominicana está relacionada con la aversión al trabajo honesto y a la ignorancia benévola de muchos funcionarios sobre sus responsabilidades y deberes, los cuales han dado evidencia de ser portadores de una «excelencia» intrínseca atrofiada.

Hoy por hoy se percibe aún un completo para arrinconar a la sociedad dominicana en sus nuevos destinos, y reducirla a una obsesión envilecida de prebendas que atraen grandes plusvalías.

Pero próximo a estos axiomas que se escuchan en la radio, en la televisión y en las calles, se manifiesta un agotamiento de l tolerancia ante la indiferencia -que aún persiste- de las autoridades para resolver tantos problemas que se reportan en los servicios públicos esenciales para la población.

Nos encontramos en un país que construyó una infraestructura para su despegue, donde el nivel de vida del dominicano medio -aún con la modernidad electrónica que exhibimos- está lamentablemente acorde con el comportamiento de una aldea que, ha atravesado el campo, hasta llegar a los puentes que conducen a la ciudad sin tener claro que las ventanas se abren hacia fuera.

Lamentablemente nuestra nación es víctima, en grado superlativo, de los boomerangs y desatinos de sus dirigentes, puesto que sigue siendo menoscabada, avergonzada por individuos cuyo carácter esencial es el providencialismo perverso, el ascenso de la irresponsabilidad y de la ilegalidad que no guardan distancia con nada. Recuerdo a este respecto unos planteamientos expuestos por Monseñor Francisco José Arnáiz en una Homilía que pronunciara en mayo de 1996, en el Panteón Nacional donde enfatizó que «La debilidad de la Patria está en la pobreza (y( en la falta de institucionalidad» indicando «que más que caras nuevas en los puestos rectores del Estado, lo que se necesita son hombres de esperanza larga y fe inquebrantable, de espíritu elevado, sin vil apego a intereses bastardos».

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