Borges y el Quijote, los pormenores de un debate

Borges y el Quijote, los pormenores de un debate

POR LEÓN DAVID
Faltaría mi pluma a la cautela que el sentido común recomienda si, al incurrir en estas rescindibles apostillas al Quijote, me dejara sonsacar por la ilusión de que, tras haber sido sometida durante casi cuatro siglos a incesante valoración crítica, pueda el desahuciado ingenio mío descubrir en la inmortal novela de Cervantes algo nuevo, sorprendente o curioso, algo que la abultada exégesis acerca de la obra cumbre del Príncipe de las Letras no haya examinado a cabalidad y dado a la estampa en miles de artículos, ensayos, discursos, monografías, tesis y tratados sesudos que abarrotan los estantes de las bibliotecas mejor abastecidas.

De sospechar que los buenos amigos que me invitaron días atrás a perpetrar estos superfluos comentarios sobre el Quijote alimentaban la presunción de que les obsequiase un discurso erudito, colmado de observaciones agudas e interpretaciones originales, de imaginar, reitero, que era proeza tamaña la que de mi desvalida péndola se esperaba, me habría negado sin pensarlo dos veces a participar, junto a admirados colegas de méritos muy superiores a los míos, en este coloquio cervantino.

Basta, en efecto, considerar la avalancha de juicios, opiniones y dictámenes (buenos y malos, oportunos e impertinentes, comedidos o temerarios) a que ha dado pábulo la magna creación del alicaíno para que acariciemos la nada peregrina conjetura de que ,en orden al sentido, universalidad y excelencia del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, acaso lo esencial haya sido ya expuesto, y reste muy poco o nada interesante que decir.

Y como, hasta donde cabe barruntar, supuesto semejante tiene trazas de ser verdadero, a cuantos se hayan tomado la molestia de acercarse hasta aquí con la vana esperanza de escuchar inéditos pareceres fruto de escrutinio minucioso, no sin melancolía les aconsejaré que vuelvan a sus casas y relean las páginas difícilmente superables que sobre la portentosa novela que nos ocupa escribieran autores de incuestionable predicamento, entre los que –cosa de no alejarnos del solar de la lengua castellana– me circunscribiré a traer a la memoria los nombres ilustres de Valera, Menéndez Pelayo, Cejador, de Maeztu, Ramón y Cajal, Azorín, Unamuno y Ortega y Gasset.

Empero, las autorizadas plumas que acabo de mencionar constituyen apenas la punta del iceberg. Pues si algo doy por improbable es que pueda haber existido jamás escritor de título que en uno u otro momento de su singladura literaria no se haya entregado a la tentación de explanar algunas ideas sobre el libro protagonizado por el famoso Caballero de la Triste Figura…

En fin, para despedir el acápite bibliográfico que a modo de preámbulo he juzgado imperioso volcar en la cuartilla, acudiré a las palabras de Sainz de Robles cuando, en su Diccionario de escritores españoles e hispanoamericanos, nos informa que «La bibliografía cervantina es inmensa. Resulta casi imposible ni seleccionar la mejor. Pasan de 6.000 los libros dedicados a Cervantes y su obra, y de 60.000 los estudios monográficos, y de 500.000 los artículos periodísticos.»

Anonadado por ese descomunal cuanto desalentador número de publicaciones que día a día se acrecienta, podría pedir al celebérrimo Manco de Lepanto aquel verso suyo con el que inicia el conocido soneto burlesco con estrambote:

«Voto a Dios, que me espanta esta grandeza»…

Porque «espanto» es la palabra que nombra apropiadamente el sentimiento que se apodera de mí cuando reparo en la montaña de textos críticos a que ha dado origen la genial creación cervantina; al punto de que tengo por cosa averiguada que, así consuma la vida entera no ya estudiando sino consagrado a la mera lectura de lo que hasta ahora se ha impreso en torno a la monumental novela de marras, no habrá escoliasta en el mundo, por laborioso, devoto y tenaz que sea, capaz de echar una rápida ojeada ni siquiera a la mitad de tan intimidante bibliografía.

Basta lo expresado para que se tenga por enteramente digno de fe que me hallo en inminente riesgo de repetición. No es –lo temo- verosímil que los precavidos señalamientos que me propongo someter al veredicto público pudieran haber eludido de milagroso modo la mirada escudriñadora de la legión de doctos investigadores aplicada a desmenuzar la obra del máximo escritor de nuestra lengua.

Dejando, pues, a un lado toda jactancia de originalidad y resignado a reproducir lo que otras mentes –de fijo menos vacilantes que la mía– con casi absoluta certeza ya han registrado, ensayaré una cavilación nacida al albur de inocentes relecturas.

Jorge Luis Borges, autor cuya nombradía me dispensa de los oropeles sospechosos de la alabanza, en ensayo acaso no demasiado frecuentado por los lectores, hacía una aguda observación en consonancia con su feliz talento para advertir enigmas literarios por doquier, o para inventarlos cuando con ellos no topaba. Decía el maestro argentino –refiriéndose, creo, a Almafuerte– que «la paradoja o problema de una íntima virtud que se abre camino a través de una forma a veces vulgar me ha interesado siempre.» El inesperado contraste que ofrece una expresión negligente a la que, sin embargo, no se le puede escatimar eficacia artística es incógnita que incitará a Borges a más de una perpleja reflexión. Así, en otro de sus trabajos de crítica literaria –irritantes quizás a fuer de lúcidos-, apela al criterio del grado de dificultad que para el reconocimiento de sus bondades presentan ciertas obras con el propósito de estatuir una inusual clasificación tripartita de los escritores. De conferir crédito a su tesis, no por extraña menos perspicaz, nos veríamos en la necesidad de avenirnos al hecho de que «Hay escritores –Chesterton, Quevedo, Virgilio- integralmente susceptibles de análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda justificar el retórico. Otros –De Quincey, Shakespeare- abarcan zonas refractarias a todo examen. Otros, aún más misteriosos, no son analíticamente justificables. No hay una de sus frases, revisadas, que no sean corregibles; cualquier hombre de letras puede señalar los errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo, así incriminado el texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué.» Y no sin sobresalto nos enteramos entonces que, según el genial porteño, «A esta categoría de escritores que no puede explicar la mera razón pertenece Miguel de Cervantes.»

En otras palabras, para la inteligencia discriminadora Cervantes es un misterio, una suerte de cuadratura del círculo, ya que encarna o, mejor, tipifica al escritor que vaya usted a saber por qué, a pesar de sus asiduas máculas estilísticas, convence y satisface.

Tal vez no esté Borges incurso en inexactitud cuando asegura que » La crítica española acepta demasiado a Cervantes y prefiere la mera veneración al examen»; mas, así sea cierto que la idolatría ha colocado una venda en los ojos de la exégesis peninsular, habría que explicar aún por qué para el mundo entero, a la distancia nada insignificante de cuatrocientos años la grandeza del Quijote, su mérito en cuanto literaria fabulación, no ha dejado día tras día de afianzarse y crecer.

De modo que, por fundamentada que pueda lucir la censura de Borges a la forma como el magno complutense se expresa, no es sin disgusto e íntima reserva que leemos quienes nos hemos criado bajo la fascinación de las proezas del desquiciado caballero andante, dictámenes cuya severidad suscita inevitable escándalo, cual estos que a seguidas transcribo: «Juzgado por los preceptos de la retórica, no hay estilo más deficiente que el de Cervantes. Abunda en repeticiones, en languideces, en hiatos, en errores de construcción, en ociosos o perjudiciales epítetos, en cambios de propósito.»

Que adolezco de onerosos y acaso irreparables defectos es verdad a la que estoy impuesto desde que tengo uso de razón. Empero, en el número de tan desafortunadas deficiencias me he forjado la ilusión de que la ingratitud no está incluida. Y como a Cervantes y a su Quijote debo algunas de las más insobornables alegrías no sólo de los años mozos, sino también de la marchita madurez, no puedo menos que someterme a la obligación de esclarecer hasta qué punto dan en el blanco las apuntaciones críticas del notable ensayista, poeta y narrador argentino, o, si por azar no incurrió su pluma –de ordinario mesurada– en el exceso de cortejar las que él estigmatiza como «hipérboles irresponsables».

Esta última posibilidad no parece del todo descaminada siempre que prestemos atención al hecho de que resulta muy arduo conciliar las fallas de estilo que Jorge Luis Borges pretende denunciar en la emblemática novela cervantina con su éxito duradero, inmediato y sin precedentes. Concédaseme al respecto reseñar lo que en su excelente Historia de la literatura española e hispanoamericana nos recuerdan enhorabuena Diez-Echarri y J. Franquesa: «Ni Shakespeare, ni Montaigne, ni escritor alguno de aquel siglo, lo alcanzaron tan grande. En los años que median entre la publicación de las dos partes se envían a las Indias cientos y cientos de ejemplares; se imprime en Bruselas (1607); se traduce al inglés (Londres, 1612); al francés (París, 1614); al italiano (Venecia, 1622). Luego se multiplican las traducciones en todas las lenguas, incluidos el hebreo, el chino, japonés, vasco. Es el libro de literatura profana que más ediciones ha tenido.»

Amén de la impresionante difusión del Quijote a que acabamos de aludir, conviene no echar en saco roto que el grueso de la crítica, no sólo española sino internacional, contra el riguroso juicio borgeano, abona la opinión de Cejador, para quien «Es Cervantes el que más diestramente supo aunar la refinada elegancia clásica de los antiguos y del Renacimiento con el realismo y el casticismo del habla popular, siendo su decir propio y limpio, armonioso y recio, y el más rico en voces y construcciones de los escritores castellanos.»

Si esto es así, ¿qué valor conferir al desaliño que el ilustre escritor porteño advierte en la obra cumbre del alicaíno? ¿Cómo explicar que, en palabras del insigne reprobador, a los precitados vicios retóricos «los anula o los atempera cierto encanto esencial»? ¿Cómo dar razón del hecho –sigo al pie de la letra a Borges- de que Cervantes habla «para lectores que no se esfuerza en interesar y que sin embargo interesa»? ¿Cómo entender que un texto tan descuidado en el plano gramatical sea –en opinión del argentino– «eficacísimo, aunque no sepamos por qué?

Si no fuera porque la circunstancia no tiene viso de verosimilitud, sucumbiría a la tentación de pensar que en su célebre «Discurso acerca de Cervantes y el Quijote», el eminente y erudito filólogo Menéndez Pelayo es a Borges a quien se enfrenta cuando, con vena polémica no desprovista de «politesse», señala que «Han dado algunos en la flor de decir con peregrina frase que Cervantes no fue estilista; sin duda los que tal dicen confunden el estilo con el amaneramiento. No tiene Cervantes una manera violenta y afectada, como la tienen Quevedo o Baltasar Gracián, grandes escritores por otra parte. Su estilo arranca, no de la sutil agudeza, sino de las entrañas mismas de la realidad, que habla por su boca.»

En esas expresiones de Menéndez Pelayo –hoy injustamente preterido– es donde creo atisbar la solución al dilema literario planteado por ese inmenso escritor amanerado que se llamó Jorge Luis Borges. En el Quijote –suceso acaso sin precedentes– no es el autor Cervantes el que nos dirige la palabra, sino «la realidad, que habla por su boca.» Puede pareja realidad cometer cuanto desatino estilístico se le antoje, siempre que por medio de la lengua alcance a manifestarse en su más recóndito ser y nos imponga su presencia.

Antonio Machado claramente lo observó; oigámoslo: «Fue Cervantes, ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo, hablado y escrito; a grandes redadas aprisionó Cervantes enorme cantidad de lengua hecha, es decir, que contenía ya una expresión acabada de la mentalidad de un pueblo… Con dificultad encontraréis en el Quijote una ocurrencia original, un pensamiento que lleve la huella del alma de su autor. A primera vista parece que Cervantes se ahorra el trabajo de pensar. Deja que la lengua de los arrieros y de los bachilleres, de los pastores y de los soldados, de los golillas, de los buhoneros y vagabundos piense por él.»

Más perfecta, exacta y persuasiva descripción del mérito estilístico del Quijote no conozco. De ahí la fascinación que su lectura siempre ha producido… Es fama que para Stevenson el encanto era la señera virtud de la literatura, por lo que si un escritor carecía de él, de todo carecía. Al Quijote podremos reprocharle –como hizo Borges- muchas fallas e incorrecciones. De lo que nunca podremos incriminarlo es de que no nos encante.

 

 

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