Crecer con la idea de que algo es malo, peligroso o dañino es un estigma que no se logra borrar fácilmente de nuestra memoria con el tiempo.
Así como se les decía a los niños que el panadero se los llevaría en su saco de pan y luego era imposible que el panadero pasara cerca sin que los pequeños rompieran en llanto, con el tema del pelo malo pasa igual. Tenemos ese chip integrado en nuestra mente que dice que hay algo malo en llevar el cabello natural, nos limita en muchas maneras: no nos permite apreciar las diferencias como parte de la belleza del individuo, y en la mayoría de los casos nos llena de prejuicios ante personas que son iguales a nosotros.
Presiento que muchas veces somos como pericos repetidores “cabello malo, cabello malo” sin saber las implicaciones que tiene acusar de malo algo que primeramente no tiene característica de bondad o maldad, que segundo es un elemento común en la población, es decir, que si el mío es malo, el suyo también, aunque trates de suavizarlo con químicos y cremas, y tercero ¿quiénes somos para acusar maldad sobre cabeza ajena?
La frase per sé se siente un poco desfasada y fuera de “moda” pues existen términos mas apropiados para llamar al cabello de múltiples texturas.
Claro, entiendo que sobre todo se tiende a llamarle malo a un tipo de cabello que no entendemos, que no valoramos y que no conocemos, pues hasta ahora era escasa la información que de tenía sobre él (aunque habita en nuestra cabeza desde siempre), pero ya estamos a mitad del 2016, cuando la tecnología nos acerca la información y cualquiera tiene un teléfono inteligente que le permite acceder a la información dondequiera que haya wifi, es absurdo seguir usando un término despectivo para uno de los elementos que nos aporta tanta belleza como caribeños.