Breve aproximación a la minificción

Breve aproximación a la minificción

POR LUIS MARTÍN GÓMEZ
(…) Descubrí la minificción por allá por el 1973 o el 75 de la Era Cristiana en un lugar que mi hermano mayor Leopoldo llamaba biblioteca, consistente en dos maderas de pino sin cepillar sostenidas por cuatro ladrillos rústicos donde convivían en democrática promiscuidad libros del bachillerato, algunas novelas de García Márquez, un Quijote bastante manoseado, la odiada Algebra de Baldor, y una cantidad no contabilizada de revistas clandestinas, entre las que recuerdo Cuba Internacional, Lux, Playboy y Cachafú.

No sé qué técnica secreta usaba mi hermano, qué truco de la CIA aprendió de las películas, pero podía darse cuenta, al regreso del colegio, si alguien había hurgado entre sus valiosos libros. Inquisidor, iniciaba una despiadada búsqueda de culpables que usualmente  concluía con mi otro hermano, Jordi, quien ya tenía edad para consumir en deliciosa soledad la generosa provisión de imágenes eróticas de las mencionadas revistas.

Como soy el menor de los tres hermanos, y en ese entonces lo era legalmente, siempre quedaba fuera de la investigación. Esa impunidad me facilitaba hacer incursiones furtivas por los dos tramos polvorientos donde un día descubrí la revista mexicana El cuento, y dentro de ella, al dinosaurio. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Augusto Monterroso. Impactado, golpeado; así me sentí con este cuento de siete palabras que se multiplican hasta el infinito en la imaginación. Fue fácil aprendérmelo de memoria para alardear ante mis amigos de primaria que nunca celebraron la brevísima historia de este carnívoro extinto escapado de una pesadilla. A mí, por el contrario, me ha acompañado siempre, y desde que empecé a emborronar cuentos, se convirtió en obsesión. ¿Cómo escribir uno más corto que el de Monterroso? He intentado algunos que francamente han terminado en plagios groseros. Por ejemplo, este que aparece en mi libro La destrucción de la muralla china: El título es Epitafio a la madrastra, y el texto dice: Se resistió un poco.  O este otro que antes de ser cuento lo utilicé como seudónimo en un concurso literario y que titulé Identidad; dice: Ahora no sé quién soy, si yo o mi clon. (Por cierto, jamás supe si en ese concurso gané algún premio, o si lo gané y fue recogido por el clon que no soy).

El afán de ganarle a Monterroso la carrera del milímetro me ha motivado a estudiar este género y a escribir algunas piezas que a juicio ‘imparcial y completamente objetivo’ de mi familia son buenas. Por poner un caso, a mi esposa, excelente conversadora, le gusta este que se llama Sonidos del Silencio; dice:

Tenían 35 años de edad y 10 de casados. Eran sordomudos de nacimiento y durante toda su silenciosa vida matrimonial se habían amado apasionadamente. La tecnología médica, armada de chips y cables eléctricos, les devolvió la audición y el habla. Las primeras palabras de él fueron: «Te amo». La primera respuesta de ella fue: «Yo también». Se divorciaron la semana siguiente. El no tenía la voz que ella imaginaba. Claro, por las implicaciones del tema, y además para que en el futuro no me pusieran a dormir en la sala, escribí rápidamente una segunda parte que titulé ‘ingeniosamente’ Sonidos del Silencio II; dice: Años después, los exsordomudos se reconciliaron y decidieron casarse nuevamente. Prometieron no hablarse jamás. Y vivieron silenciosamente felices.

Creo que después de este floreo, ha llegado el momento de que intentemos definir lo que es la minificción. Antes de ponerle orillas, debemos señalar que, para complicar el asunto, la minificción suele ser identificada con numerosos nombres, entre ellos: «Apuntes, cartones, opúsculos (Alfonso Reyes), detalles, instantáneas, miniaturas, cuadros, situaciones, viñetas, ficción súbita, ficción de taza de café o de tarjeta postal, cuentos ultracortos, ficción escuálida, Poe (en honor a Edgar Allan Poe) propuesta que yo rebato proponiendo que en todo caso se llamen Tito, en honor a Monterroso, a quien llamaban Tito) y paramos de contar sin comprender cómo algo tan pequeño pueda tener tan variopinta denominación. Para delimitar, entonces, lo que es la minificción, les propongo comparar dos textos con la finalidad de que podamos acercárnosle en base a sus características distintivas: En Alta Mar, de José Alcántara Almánzar, y Borgeana: escrito a dos tiempos, de Manuel Rueda.

 ¿Cuál de estos dos excelentes textos puede considerarse minificción? Si partimos de la extensión: el primero tiene tres párrafos, el segundo sólo uno, pudiéramos decir de primera intención que ambos corresponden al género. El mexicano Lauro Zavala, estudioso de este tema, dice en el ensayo  Seis problemas para la minificción, un género del tercer milenio, «La minificción es la narrativa que cabe en el espacio de una página». Y en el prólogo a su antología de textos breves titulada Relatos vertiginosos, el mismo Lauro Zavala decidió utilizar como parámetro para la selección de las piezas que integran dicho libro a «textos en prosa cuya extensión no rebasa las 400 palabras».

No creo que pueda definirse la minificción por el espacio en el que cabe el texto. Haciendo un símil con la teoría cuentística de Juan Bosch, no es la extensión la que caracteriza a un cuento, sino la intensidad, de manera que, como decía Don Juan en sus Apuntes del arte de escribir cuentos, puede haber cuentos de 100 páginas y novelas de apenas 50. De igual forma, puede que no todo texto de 7 palabras constituya necesariamente una minificción, y en cambio puede serlo un texto que bordea  las 300 palabras como Los dos reyes y los dos laberintos, de Jorge Luis Borges.

El argentino Raúl Brasca, en Los mecanismos de la brevedad: constantes, variables y tendencias en el microcuento,  apunta mejor cuando dice que el microcuento «es una forma muy breve que posee suficiencia narrativa y cuyas principales características son la concisión y la intensidad expresiva». 

Creo que Brasca aporta dos elementos fundamentales a nuestro afán de definición: Por un lado, Concisión- que no se pase de la página de la que habla Zavala- y por otro lado intensidad expresiva -condición sine qua non del cuento, según Bosch y Cortázar y un amplio coro que establece consenso.

¿Qué hace, entonces, que un texto sea minificción y no otra cosa? La mexicana Beatriz Espejo, en su ensayo El Minicuento y  sus Misterios, da en el clavo cuando afirma que «El proceso (de la minificción) parece una cristalización química. Las grandes miniprosas conservan todo lo omitido sólo que por una suerte de magia artística le confieren presencias ocultas. Lo suprimido permanece en un ámbito metafísico, sostiene el pequeño texto que necesita ayuda de sus lectores. Unicamente con ese proceso de recepción terminará de contarse. Lo demás no será dicho nunca o será dicho de muchas maneras».

De lo dicho por la Espejo se infiere que la minificción, además de la brevedad y la intensidad ya mencionadas, se caracteriza sobre todo por el referente que la sustenta, eso que no se dice pero que está y que se completa en la mente del lector a partir de sus viviencias, sus conocimientos o sus costumbres. Suscribo el concepto de que la minificción es quizás la obra que más reclama la participación de quien lee. Yo diría, ahora que están tan de moda los programas de radio y televisión interactivos, que la minificción posiblemente sea el género «interactivo» de la literatura. La historia que cuenta el texto, a menos que su originalidad le permita ser un universo en sí mismo, casi siempre amerita del soporte cultural receptor.  Sin la complicidad del lector, una minificción podría resultar una pieza árida, fría, inentendible.

Volvamos, para repasar lo dicho, sobre el más grande réptil protagonista del cuento más pequeño, el dinosaurio de Monterroso:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».

Si se fijan bien, este cuento, hasta ahora el más breve de la historia, o por lo menos el breve más conocido, habla de muchas cosas: de una pesadilla, de la transposición del sueño a la realidad, de la imaginación, de la angustia, pero también de un dinosaurio, de un hombre, de una mujer (que también sueñan con dinosaurios, especialmente si el marido está en casa y ha dormido con ella), de un niño, de una niña, del tiempo presente o de la prehistoria… y todo eso en sólo siete palabras. No dudo que este cuento brevísimo de Monterroso tenga más contenido que alguna que otra novela de quinientas páginas.

Creo que con esta fotografía de la minificción hecha con camarita ‘instamatic’, podemos regresar a la pregunta inicial: ¿cuál de aquellos dos excelentes textos que leímos: En Alta Mar o Borgeana… es propiamente minificción?  Borgeana lo es, sin dudas.

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