Breve historia de la violencia criolla

Breve historia de la violencia criolla

SERGIO SARITA VALDEZ
Si bien es cierto que los conquistadores llegaron a la isla de Santo Domingo con el emblema de la cruz también es verdad que dicho símbolo cristiano vino acompañado del sable, la espada y el arcabuz. Narran nuestros historiadores de Indias que la primera misa del nuevo mundo fue oficiada por el padre Boil en La Isabela; ellos nos dicen que en la parte norte de la Hispaniola se construyó, con los restos de la carabela La Santa María, el fuerte de la Navidad. Tanto el sable como la espada y el arcabuz, así como el recinto militar no fueron instrumentos y lugar para siembra y cánticos de paz. Con ellos se ejercía la violencia a fin de establecer un nuevo orden.

La historia de la conquista está repleta de sangre desde la matanza de Jaragua, pasando por las confrontaciones de Bahoruco y el alzamiento de los esclavos de los ingenios del sur. La lucha de España por mantener el dominio de los terrenos conquistados en América y el Caribe, la llevó a serios enfrentamientos con las potencias europeas, que eran Francia e Inglaterra, a las que se sumaron luego otros países, lo que incluyó a los Estados Unidos.

Las guerras de independencias suramericanas fueron precedidas por la abolición de la esclavitud en Haití, primer territorio antillano en convertirse en un Estado libre. La batalla de Palo Hincado, con don Juan Sánchez Ramirez a la cabeza, nos separó de los lazos que nos ataban al dominio francés en 1809. La formación de la República Dominicana se proclamó en 1844 a través del famoso trabucazo de Mella. A partir de ese momento no cesaron los combates y batallas con el país vecino, que se negaba a reconocer nuestro derecho a constituirnos en una nación independiente.

Las rencillas entre caudillos, conjuntamente con la prolongada guerra de la restauración, contribuyeron a reforzar el criterio de que solamente con el uso de las armas es posible hacer valer los reclamos populares y particulares. Solamente la dictadura de Lilis, seguida por la primera ocupación militar norteamericana y sellada con las tres décadas de tiranía trujillista, pudo diezmar el espíritu rebelde y levantisco de muchos dominicanos.

El hogar criollo vino a convertirse en el último reducto y morada de la violencia aprendida por los quisqueyanos en los campos de batalla, poéticamente recordados cada vez que entonamos el canto a la patria.

El sistema de educación nacional está obligado a llevar a cabo un nuevo replanteamiento de los paradigmas a inculcar en las fértiles mentes juveniles que acuden a las aulas en pos de recibir el pan de la enseñanza. Es necesario hacer hincapié en lo urgente de empezar a sembrar, en esos cerebros vírgenes, la importancia del diálogo, la negociación y el consenso como fórmula para dirimir los conflictos y tensiones que inevitable y cotidianamente surgen en la sociedad, producto de la diversidad de ideas y pensamientos normalmente generados en cada individuo.

La tolerancia y la comprensión mutua, apoyadas en el principio lapidario de don Benito Juárez, de que: «El respeto al derecho ajeno es la paz», es lo que permitirá a las generaciones futuras reducir los niveles de agresividad actuales a cifras futuras socialmente aceptables que resulten incapaces de hacer daño al hermano ni al vecino. No está de más recalcar el mandato cristiano que nos ordena: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Refresquemos la sabia y profunda expresión de ese ídolo del movimiento pacifista universal, Mahatma Gandhi: «Ojo por ojo y el mundo terminará ciego». Una vieja reflexión para los nuevos tiempos.

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