POR LEÓN DAVID
Demos cauteloso inicio a estas cavilaciones explicando sospecho no es errado hacer gala de prudencia en el resbaladizo territorio de la exégesis lo que entiendo por poesía social; traeré así a colación ciertas certidumbres que, dicho sea de paso, aun cuando las enarbolo con firmeza, no son fruto de mi inventiva, certidumbres que apuntan a la manera como la temática social y la expresión poética se relacionan para plasmar creaciones de muy dispareja índole y excelencia.
Si de algo estoy persuadido, caro lector, es que el asunto sobre el que versa un poema, o los aspectos de la realidad cotidiana a que hacen referencia las palabras del autor, en nada acreditan la virtud literaria de sus estrofas ni, tampoco, en el plano de lo que acostumbramos calificar de belleza, las condenan al fracaso.
Ciertamente, dependiendo de nuestros intereses, predisposiciones, estados de ánimo o conocimientos, determinados temas consiguen llamarnos la atención más que otros. No pongo en duda que una pudorosa jovencita en la hipótesis de que semejante espécimen no se haya aún extinguido puede horrorizarse con los yambos de Anacreonte o las sátiras de Catulo y, en contraste, sentirse muy cómoda y a gusto en los risueños parajes de Iriarte o La Fontaine. El hecho de que un poeta nos confíe pensamientos que compartimos o nos revele actitudes con las que congeniamos posiblemente añada lo admito sin reservas- mayor placer a la lectura de los versos que, en virtud de sus bondades formales y vigor expresivo, profundamente nos conmueven.
Sin embargo, también se da la circunstancia de que el lírico desarrolle un asunto de modo tal que, juzgado desde la perspectiva de las nociones que encierra, nos resulte, amén de inaceptable, repulsivo… Empero, si el bardo supo encontrar la voz en la que esas ideas encajaban, si atinó con los vocablos y las imágenes y el ritmo que a su propósito elocutivo convenían, gestando una criatura verbal única, rebosante de gracia y plenitud, ¿qué derecho nos asiste para execrar su poema sólo porque las opiniones que creemos detectar en él no coinciden con las nuestras? De proceder así estaríamos dando prueba de incuria y rudeza sensible que, al lastrar el espíritu, nos impedirán elevarnos merced al artificio formal trampa dulcísima cuyo nombre es poema a los límpidos pabellones donde mora, bajo las suntuosas arcadas del misterio, la elusiva verdad de la palabra artística.
No es, pues, de la importancia o de la naturaleza del tema que el autor nos propone que estamos autorizados a colegir el mérito literario de la creación.
Cuando Pedro Mir nos dice en el primoroso joyel intitulado Por toi:
estoy de mí floreciendo
de tus cosas…
Menudo limo de amores
abonan mis noches tuyas
y me florecen de sueños
como los cielos de luna…
Como tú mudo los pasos
y la distancia es más corta,
hablo en tu idioma de amor
y me comprenden las rosas…
Es que ya estoy florecido.
Es que ya estoy floreciendo
de tus cosas.
Cuando así irrumpe el poeta en los predios de nuestra imaginación, no nos embruja dificulto que pueda nadie estar en desacuerdo conmigo por el carácter del tema abordado, que no es otro sino la trajinada efusión del amor. En poesía no cabe asunto menos novedoso y, por ende, menos apropiado para concitar asombro o extrañeza que la pasión amorosa. Por otra parte, como se trata de la revelación verbal de un sentimiento privado que asoma con absoluta espontaneidad, en estado virgen, sin que el autor se tome la molestia de reflexionar en torno al mismo, la confidencia que se nos participa a guisa de testimonio, desde un punto de vista filosófico jamás podría ser considerada excepcional. El amor, sentimiento humano universal, es tema hondo, permanente, conflictivo y harto respetable. Mas una manifestación singular de pareja experiencia que se nos presenta antes como síntoma vivencial que como esclarecedor esfuerzo de penetración intelectiva, no puede aspirar a que le concedamos títulos de nobleza teórica.
…¿Nobleza teórica? Ni falta que hace. Esos versos nos avasallan no porque valiéndose de ellos pretenda el vate filosofar con ademán solemne sobre materia erótica, sino porque ha sido capaz de pergeñar ante nuestros ojos la imagen transparente de la plenitud amorosa que hace saltar el corazón dentro del pecho cual travieso cervatillo por los prados. Y para cumplir ese cometido de idílicas resonancias (rosas, floreciendo, sueños, noche, luna) convirtió la sensación de desbordamiento afectivo en visión, en una suerte de escenario íntimo, de teatro, en donde la fantasía muestra por medio de insólitos ayuntamientos de vocablos lo que la gramática convencional jamás podría decir; de ahí el atropellamiento metafórico que, unciendo la verdad arquetípica y objetiva de la naturaleza a los torbellinos de su personal incandescencia jubilosa, le hace exclamar:
Menudo limo de amores
abonan mis noches tuyas
y me florecen de sueños
como los cielos de luna.
Amén de lo señalado, el poeta traslada con notable pericia el goce intensísimo de su pasión pasión no necesariamente vivida pero sí imaginada al ritmo breve y juguetón del octosílabo, a la desenvoltura versificada del romance con pie quebrado, descargando en cada giro, pulsación y deslizamiento de la apremiada andadura de la frase poética las felices ebulliciones que el alma no logra contener.
Así, con un asunto manoseado y de sesgo puramente anecdótico, se las arregló Pedro Mir para limpiarnos las retinas de modo que pudiéramos vislumbrar con la intensidad de pigmentación que era menester los rasgos infinitamente puros y radiantes de su amoroso desvelo. Y en sus manos floreció la poesía.