Mi más reciente publicación es el segundo volumen de Mujeriegos, Chiviricas y Pariguayos, realizada por la editora Letra Gráfica, que dirige el historiador Orlando Inoa.
Y como la obra se ha vendido bien, su editor quiere imprimir otros mil ejemplares, a lo cual me he opuesto.
La razón fundamental de esta oposición es que el libro impreso está perdiendo paulatinamente vigencia, frente al auge incontenible de la versión digital.
Esto se pone de manifiesto en la desaparición de numerosas librerías en el país, y las que sobreviven se debe a la obstinación altruista y sacrificada de sus propietarios, entre los cuales hay que citar a la abnegada Virtudes Uribe.
Recientemente visité a Orlando en Letra Gráfica, y el ameno diálogo que sosteníamos fue interrumpido por la llegada de una hermosa dama, con aspecto de que el almanaque le había disparado algo más de medio siglo.
-¡Que bueno que está usted aquí, porque vine a comprar lo de sus chiviricas, y quiero que me lo autografíe!- dijo, masajeándome suavemente los hombros.
Gratamente sorprendido, le pedí a mi editor que le obsequiara el libro, lo que hizo con gusto, quizás por la combinación de su reconocido desinterés material, y el atractivo de aquella fémina pasado meridiano.
-Tengo varias obras suyas, y lamento que una de ellas, la titulada Brincando por la vida, me gustó muchísimo; tanto fue así, que se la presté a varios parientes y amigos, y uno de ellos no me la devolvió. Me gustaría que la reeditara, porque gocé muchísimo con los cuentos del perrito carpetoso, y del barbero que casi lo noqueó con la ruda pelada que le aplicó a su mamerria calva.
Sus palabras llegaron a mis oídos mientras le dedicaba el ejemplar de mi libro, y confieso que no me agradó que usara el término “mamerria” al referirse a mi depilada chola.
Cuando se marchó mi lectora, Orlando dijo que había decidido publicar una nueva edición de la obra que ella había citado, porque recordó que la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos la reprodujo en Braille y en casetes.
De nada valieron mis argumentos en contra. El hombre repitió varias veces que lo iba a hacer, con la tozudez propia de su vocación semidictatorial, y accedí a su petición.
Pero casi desisto, porque al telefonear a la propietaria de la librería La Trinitaria, y preguntarle si las ventas continuaban flojas, su respuesta me derrumbó el ánimo.
-Flojas no, Mario Emilio, sino inexistentes.