No hay un tema que caldee más los ánimos colectivos que el del aborto.

En las últimas semanas, a propósito de una propuesta de modificación constitucional que podría dar luz verde para la práctica del aborto en determinadas circunstancias, se ha desatado una serie de reacciones a favor y en contra.

La Iglesia Católica, fiel a sus principios ancestrales, no solamente rechaza el aborto provocado, sino que promueve la defensa de la vida en todas sus etapas, hasta la muerte natural.

Por eso, si alguna vez se planteara legislar  a favor de la eutanasia o la aplicación de la pena de muerte, por citar dos ejemplos, lo rechazaría con la misma firmeza.

Muchos de los que defienden el derecho de la mujer a interrumpir un embarazo en determinadas circunstancias son personas que han hecho grandes aportes a la sociedad y les reconozco sus méritos aunque no coincida con ellos en lo relativo al aborto.

Ahora, en algo estoy clara, si esos hombres y mujeres han podido destacarse y trabajar a favor de los demás es porque a ellos se les permitió el derecho a nacer. 

Sabrá Dios cuántos de ellos vinieron al  mundo pese a que su madre enfrentaba similar situación que las que podrían  enfrentar las potenciales candidatas a abortar.

Creo que se impone una reflexión seria a favor de la vida.

Creo además que hay que retomar ciertos principios y  valores para que disminuya el  índice de adolescentes embarazadas o dedicadas a la práctica sexual a destiempo con todas sus consecuencias.

Naturalmente, se impone una campaña orientada en ese sentido. ¿Quién la promueve? ¿Las iglesias? ¿El Estado? ¿Las instituciones? Bueno, creo que todo aquel estamento donde haya personas sensatas tiene que sumarse a ella. ¡Ojalá se haga!