Brujos y magos; sabios y pensadores

Brujos y magos; sabios y pensadores

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Hay perros que se muerden la cola; algunos solamente logran dar vueltas en redondo, tratando inútilmente de alcanzarse el rabo con la boca. Se dice que los perros que giran en círculos lo hacen por desesperación, por sentir picaduras de garrapatas en lugares donde no pueden rascarse. El rumano Mircea Eliade escribió un breve libro titulado El mito del eterno retorno. Este ensayo de 140 páginas pretende ser una introducción a la filosofía de la historia.

Eliade sostiene que las creencias primitivas en la regularidad de los hechos históricos contienen “valoraciones metafísicas de la existencia humana”. Este notable antropólogo de la cultura piensa que a esa “ontología arcaica” debe prestársele la misma atención que brindamos a las concepciones historicistas de los pensadores contemporáneos: las de Vico, Hegel, Marx. Morderse la cola no es asunto exclusivo de perros peludos infestados de pulgas. El hombre también se muerde la cola y, con frecuencia, regresa al punto de partida, al lugar por donde comenzó su marcha histórica; especialmente en lo que toca a los problemas de la ciencia y a las posiciones ideológicas en la política.

Nacer y renacer es un ciclo natural que los antiguos no discutían. Les parecía algo tan evidente que era imposible ponerlo en cuestión. La primavera y el verano son hechos cíclicos astronómicos; el día y la noche se repiten eternamente y ese ritmo marca nuestras vidas de manera inexorable: debemos dormir y despertar, subir y bajar del columpio que es la vigilia y el sueño. Al eterno retorno se le llama apocatástasis o “restitución universal”. Se trata de una viejísima idea de los hindúes que alcanzó el carácter de doctrina: el universo nace y muere, una y otra vez. Los astrónomos contemporáneos han elaborado teorías muy parecidas acerca del surgimiento y la desaparición de estrellas y planetas. La filosofía y la cosmología de hoy han regresado “a vivir juntas”, como ocurría en la antigüedad más remota. Filosofía, cosmología y religión fueron durante siglos una sola cosa, tanto para hindúes como para chinos y griegos. Esos tres campos del conocimiento estuvieron en estrecha conexión en las cabezas extraordinarias de Copérnico, Kepler, Tycho Brahe. Incluso del gran Newton se ha podido decir que era “un anfibio”, a medio camino entre la ciencia y la brujería. Esta es la opinión del economista John Maynard Keynes, quien compró los manuscritos personales de Newton.

Al creer Nietzsche que el hombre está destinado a vivir infinito número de vidas, quedó emparentado directamente con Pitágoras. Orígenes de Alejandría, en el siglo III, razona en forma parecida a la de Pitágoras y Nietzsche. Orígenes afirma que hay una perpetua “recapitulación” de todas las cosas en Dios Padre. La convergencia de Eliade y de Nietzsche, en nuestro tiempo, es la misma de Empédocles y Pitágoras, cinco siglos antes de Cristo, separados estos últimos por 75 ó 78 años en el nacimiento. La teoría de la alternabilidad del caos y el orden coloca al químico Ilya Prigoguine (premio Nóbel 1977) en posición parecida a la de los redactores de la Biblia y a la de los presocráticos. Magia, filosofía, teología, ciencia y poesía son realidades intelectuales y sentimentales que se “apoderan” de los hombres en cualquier época. Esas oscilaciones pendulares, idas, venidas, apariciones y reapariciones, nos hacen pensar en “la verdad” del mito del eterno retorno. A menudo hacemos viajes, en uno u otro sentido, entre la ciencia y la magia o entre la tiranía y la democracia.

Algunas veces los propios protagonistas de la cultura occidental entreven esa continuidad zigzagueante. Dos historiadores británicos, Mcguire y Rattansi, citados por Hugh Kearney, apuntaron que “en un borrador de escolio de la proposición VIII de los Principia, Newton afirmaba que Pitágoras se le anticipó en el descubrimiento de que la fuerza de gravedad variaba en proporción inversa al cuadrado de la distancia”. Newton consigna que “Pitágoras –según testimonio de Macrobio– estiraba los intestinos de las ovejas o los tendones de los bueyes atándoles varios pesos, y a partir de esto aprendió la razón de la armonía celeste […] la proporción descubierta mediante tales experimentos, la aplicó a los cielos y, consiguientemente, al comparar esos pesos con los de los planetas y las longitudes de las cuerdas con las distancias planetarias, entendió […] que los pesos [tensión] de los planetas hacia el sol se comportaban recíprocamente como el cuadrado de sus distancias respecto del sol”.

Ernesto Renán, en el siglo XIX, se atrevió a decir de Empédocles: “hombre de multiforme ingenio, mitad Newton y mitad Cagliostro”. El creador del Fondo Monetario Internacional, Lord Keynes, estaba convencido de que era una “idea equivocada” afirmar que Newton “fue un filósofo experimental de la naturaleza”. Creía que pertenecía más bien a la estirpe de los alquimistas medievales, conectados con la magia y “la misteriosa revelación original de Babilonia”. Siempre hay montones de creyentes esperando que algún brujo les descubra el velo del futuro; en cambio, si somos partidarios de la ciencia experimental y herederos de la tradición mecanicista del siglo XVIII, soñamos con descubrimientos científicos para curar el cáncer, prolongar la vida o para trasladarnos a otras galaxias. Sin embargo, los brujos y los científicos no son “especies separadas” y contradictorias. Según parece, solo aquellos que son “un poco” brujos están en capacidad de hacer verdaderos progresos en la ciencia experimental. Tal vez Dios discrimine entre buenos y malos; pero es difícil que lo haga entre magos y alquimistas, físicos y matemáticos. Todos, de algún modo, son adoradores de la creación al entregarse en cuerpo y alma al estudio de la naturaleza.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas