Brusca interrupción de la lectura

Brusca interrupción de la lectura

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao levantó los documentos del escritorio de Menocal y leyó con voz grave: «sí, esa es la verdad, fuimos rehenes amarrados a soga corta. El padre de mi esposo salió de Cuba, huyendo del nuevo gobierno; pero con sus cuentas bancarias bien provistas en el extranjero.

Decidió ir a Berlín e instalarse allí por un largo período. La razón principal por la que hizo esto fue una mujer: Úrsula Remstedt, de treinta y ocho años, rubia platinada de piel rojiza y ojos azules. La alemana tenía las piernas largas y robustas; era una atleta ejercitada con bicicletas y gimnasia sueca. Atrapó al viejo enseguida. En Santiago se decía que Úrsula paseaba en ropa interior por toda la casa.

 Los sirvientes la espiaban desde la cocina. Lo contaban a otros sirvientes del vecindario; ellos se encargaban de escandalizar a sus patronos con la revelación de las costumbres de «la alemana que andaba en cueros». El chofer de mi suegro, mucho después de éste haberse ido de Cuba, decía riendo: «yo la vi un día, chico; nalgas de negra en color rosado; una hembra de película».

«Ascanio Ortiz, el temido policía, vestido con botas y polainas, era una víctima de la procacidad de esta «walkiria» vulgar, divorciada dos veces, que llegó a Cuba para servir como traductora en la legación alemana. La madre de mi esposo contaba horrorosas historias acerca de la mujer que le había quitado el marido. «Es una zorra de «vaudeville», sin educación doméstica; fue en Cuba donde aprendió a comer con cubiertos; no sabemos de que antro de Alemania salió esa pájara malvada».

«En Berlín todos esperaban que con el nuevo gobierno vendría una época de esplendor. De esplendor económico y político. Alemania podría ser más rica porque se libraría de la opresión de los países que dominaban entonces a Europa; los judíos serían despojados de sus bienes y negocios financieros. Estas cosas las escribía a mi esposo su propio padre para justificar la residencia permanente en Alemania. Los industriales trabajarían hasta lograr la recuperación del país; habría más empleos; el nuevo canciller se proponía hacer de Alemania una potencia militar y comercial. Úrsula abandonó al anciano y desgastado amante a los dos años de su salida de Cuba. Se enamoró de un alemancito joven, de la Fuerza Aérea, aviador entrenado y paracaidista. Mi suegro quedó en Berlín sin mujer, sin amigos, sin trabajo, sin dominar la lengua alemana».

«Los rumores de que estallaría otra guerra llegaban a Santiago de todas partes. Vimos fotografías en los diarios de diplomáticos en conferencia, discurriendo sobre «la manera de evitar enfrentamientos armados». Mi esposo seguía el hilo de las noticias por pura costumbre; había sido Ministro Consejero de la embajada cubana en París. Esos asuntos constituían anteriormente los temas principales de la conversación mientras se servia el vino en las reuniones sociales de sus colegas. ¡No tenían otra cosa que hacer más que hablar y hablar! También «cataban» vino por cualquier motivo, a cualquier hora. Todos vivían sin oficio ni horario. Las siglas CD, cuerpo diplomático, inscritas en las chapas de los automóviles de nuestros amigos de entonces, se traducían: «comer y dormir». ¡El viejo tendrá que venir! Me decía Ascanio una y otra vez. Mientras tanto lo pasábamos de mal en peor. En las calles de Santiago de Cuba, a cada rato, algún sujeto me increpaba: «¡Su suegro es un chacal!»

«Empecé a considerar en serio la idea de trasladarme a La Habana; para no vivir en el ambiente asfixiante de una ciudad hostil en la que ya no tenía buenas amigas; ni siquiera el respeto de los extraños. Mi esposo, a diferencia de mi padre, siempre estaba ahí, presente y visible; pero cada vez más deprimido. Después que lo pusieron en libertad él mismo se encerró en la única habitación de la casita en la que nos refugiamos. Además bebía ron casi todos los días».

– Licenciado, una señora procura al doctor Ubrique; está en la sala de espera; dice que es urgente. Al oír al empleado Ladislao se levantó, abrió la puerta y salió de la oficina del notario. Era Lidia. – Ladislao, me han llamado desde La Habana; me dicen que debo abandonar el hotel y regresar a la fábrica de uniformes militares. Mis vacaciones no han terminado, pero debo obedecer; tal vez sea una necesidad de la producción; quizás requieran de más habitaciones en los hoteles para alojar extranjeros. No sé a qué atenerme. Lidia respiraba agitada; tenía agarrada la cartera por el asa, a pesar de que la «prenda de piel» colgaba del cuello en una correa gruesa.  – ¿Puedes acompañarme a la estación de autobuses? – Claro que sí, Lidia. El húngaro se asomó al despacho de Menocal. – Perdonen ustedes, tengo que salir ahora. Esta tarde continuaremos la lectura. Santiago de Cuba, 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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