Buenas y /malas/ palabras…

Buenas y /malas/ palabras…

Buenas y malas palabras en el español dominicano. Así pensé redactar el título. Pero me bastó tenderle una trampa al calificativo /malas/ y me tranquilicé un tanto, aunque retiré del encabezado el sintagma “en el español dominicano”, y dejé la frase sin el nivel técnico y sin el señalamiento que de alguna manera quise resaltar.

Mas, ya está hecho y a lo hecho pecho, como sabemos decir.

Existen palabras, frases que, en oscuridad o anfibología, se prestan al rejuego y al doble sentido.

Una vez, en la oficina donde trabajaba mi esposa o novia. No recuerdo si en aquel momento ya estábamos casados.

– Le dije: Deseo saber si me alcanza el tiempo para algunas diligencias. Por favor, dame la hora.

Ella que, no es tan chistosa ni repentista, me replicó:

– Ahora no te la puedo dar porque estamos en la oficina y llena de gente.

Imagínese mi sorpresa, cuando yo lo que quería saber era el tiempo con que podía contar para hacer diligencias.

Creo que ya he contado esta otra: Estábamos en Quito, Ecuador (1964), sentados a la mesa, Ramón Lugo Lovatón, Rafael Richiez Acevedo y yo. Seguíamos, cursos de CIESPAL para entrenamientos de maestros y profesionales en el área de las ciencias de la comunicación. Nos entregaban mucho material diariamente, pero noté que para los quiteños de la Secretaría de aquel centro mi nombre había desaparecido o reducido: Sólo Rafael E. González día por día. No me gustaba. Decidí ir a las oficinas, aunque ya Richiez Acevedo me aconsejaba que dejara eso así: “Cuando vayan a entregar los certificados ya hablaremos”. Me lo repitió ese día, pero yo seguí.

Al entrar me presenté con mí nombre completo: Rafael González Tirado y, explicación tras explicación, informes de esto o de aquello, siempre desaparecía el apellido de mi madre: Tirado.

Cuando terminé de plantear mi preocupación advertí que sólo quedaban dos empleadas, que inmediatamente completaron la estampida. La oficina quedó vacía.

Al regreso, Richiez Acevedo me preguntó acerca de los resultados. Le expliqué y él me recordó:

– Ya te había dicho que dejara eso para otra ocasión y me preguntó: ¿Sabes lo que quiere decir? Le respondí que sí; ya que recuerdo que en décadas pasadas decíamos es el país: Esa mucha tira o está tirando.

Así lo comprobamos.

Hace años que estoy retirado de la enseñanza directamente. Pero de vez en cuando cumplo algunas solicitudes que se me hacen para llenar lagunas para escritores y periodistas.

Un hijo mío de 54 años está viviendo en casa por motivos de salud.

Unos cinco días atrás me contaba una ocurrencia, referida por un amigo que en la clase  de español atendía mis explicaciones. Se trata de cuatro monosílabos que para aquel tiempo la Real Academia de la Lengua recomendaba colocar la tilde: dió, vió, fué y…

Rufino J. Cuervo siempre estuvo opuesto a ese manejo del acento diacrítico para los tales monosílabos verbales. Y exigía que en escritos suyos: libros, revistas, periódicos no pusieran esas tildes por innecesarias, Cualquier medio impreso que lo hiciera no le daba más colaboraciones.

El asunto es que en estos días mi hijo Fernando Rafael me habló de ocurrencias mías en punto de ciertos vocablos: pronunciación y ortografía.

De la ocurrencia que voy a narrarles hace más de 20 años: Danilo Polanco, estudiaba en la Universidad Organización y Método.

Me tocaba una noche el tema de la fijación de tilde y algunos problemas del acento diacrítico. Hablé de la preocupación del gran maestro colombiano, pero solamente mencioné tres de los cuatro monosílabos verbales.

Los discípulos estaban esperando, porque siempre les hablé de cuatro monosílabos. Un alumno inquieto y profundizador habló:

– Pero falta uno de los cuatro verbos.

– Perfectamente. Eso lo dejo a su talento e imaginación, por  la aproximación de ese verbo con otra cosa pudenda del ser humano, que en el empleo vulgar de nuestra parla se refiere o tiene cualidades malolientes y a veces deja escapar alguna sonoridad particular.

El entonces estudiante contó a mi hijo Fernando que el curso entero se volvió risas y fue imposible continuar la clase de esa noche.

Y concluyo aquí, con la esperanza de que no me cierren la columna por este tema. Llevo ayer un ejemplar dedicado especialmente para un funcionario del Banco Central, un ejemplar de mi libro “Palabras para compartir”.

Hice la entrega y cuando me marchaba quise saber el nombre de la secretaria en cuyas manos deposité el ejemplar del libro, pero ésta hablaba por teléfono.

Entonces le pedí a la otra secretaria que si me podía “dar” el nombre de su compañera.

Parece que ella entendió otra cosa.

-¿Darle qué…?

-¡El nombre!…, señorita; por supuesto…

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