Buscando un apodo

Buscando un apodo

Aquella muchacha a quien conocí en los años finales de la década del cincuenta tenía un cuerpo generoso en curvas, y un rostro al cual le quedaba pequeño el superlativo bellísimo. Pero la principal característica de la jovenzuela era un coeficiente puteril con el cual hubiera podido vencer en un concurso acerca del tema a las más experimentadas prostitutas del país, e islas adyacentes.

Afirmaba con mucha gracia que le gustaban tanto los hombres que hasta su cabello era de hebras muy gruesas, o sea, un pelo macho.

No concebía este personaje que algún ejemplar del sexo feo no reparara en su presencia, y para ello se valía de todos los recursos, desde las faldas cortas hasta los escotes vecinos del ombligo.

Conocedora de sus encantos se jactaba de que cuando finalizaba alguno de sus romances, nunca tardaba más de un mes en involucrarse con el sustituto.

Uno de los ex de la fogosa damita dijo que había terminado la relación sentimental para no morir de un infarto del miocardio generado por los coqueteos de esta con todos los hombres que le cruzaban cerca, y a los cuales lanzaba miradas incendiarias. Relató que una mañana dominical disfrutaban de un pasadía en una playa, y que cuando buscaban una parte del mar donde darse una zambullida, reparó en que su acompañante repartía sonrisas a los hombres.

De pronto, uno de ellos, con señales evidentes de que estaba bajo los efectos de la ingestión del ron criollo, del cual sostenía una botella colocada entre el traje de baño y la barriga, corrió hacia ellos, y sin mediar palabras, apretó con mano temblorosa los fondillos de la coquetona.

Ella lanzó un grito, que al novio le pareció de mal reprimida satisfacción, por lo que le metió una bofetada, mientras dejaba marchar al tambaleante y osado borracho.

Fueron muchos los motes que recibió entre sus parientes, amigos y relacionados la joven, entre ellos los de putémbila, busca machos, Messalina, machófila.

Finalmente se le quedó el de nalga alegre, con el cual la bauticé, aunque el apodo no era de mi autoría, y por ello pasé un susto cuando la libertina me enfrentó en un encuentro casual en el parque Colón.

-Nunca creí- dijo, mirándome con fijeza de aparente cólera- que un hombre con ínfulas de intelectual me pegara un sobrenombre tan conocido y vulgar. De ti hubiera esperado algo así como «glúteos placenteros». A mi susto lo sustituyó una sonora carcajada.

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