Al coincidir ambos una vez más en la ruta de mis rutinas urbanas, seguía visible que entre aquel mendigo y yo había diferencias en el vestir y por su forma de portar en la mano derecha el jarrito de esmalte roído que le motorizaba un triste vivir.
En cambio, la herramienta mía que más se parecía a la que él portaba y auspiciaba parte mi existencia -llamada comúnmente billetera- ocupaba lugar en el bolsillo del lado izquierdo de mis pantalones. Allí el poder de compra queda a prudente distancia de los dedos de esta diestra mía, más dada al gasto impulsivo por su mayor conexión con neuronas que se ilusionan en un abrir y cerrar de ojos.
Vacilé al analizar la posibilidad de acogerme a las esperanzas de este señor claramente necesitado de auxilios. Sus pies engrosados calzaban zapatillas desgastadas, plataformas apenas atadas a sus extremidades inferiores por tirillas de cuero. No hubieran cabido en unos zapatos de buena ley.
El arrugamiento descolorido y con huellas del tiempo en el resto de su indumentaria reafirmaba que se trataba de un superviviente en tramos finales de sus años.
En mí lo que estaba cerca de finalizar eran las monedas y billetes disponibles para la caridad. Y si voy más lejos, de no recurrir a una cuidadosa austeridad, la tradicional carga de obligaciones de pago me habría conducido en corto tiempo a buscar un lugar en aquella misma esquina junto al caballero afligido que me conmovía en ese momento.
Desconocía si él había sido alguna vez un quijote que perdía tiempo equivocándose al buscar entuertos para desfacer o molinos de viento imaginados como gigantes a vencer. Los desafíos monstruosos y frivolidades que desvelan a alguna gente de hoy día tienen formas diferentes: desde una tablet para dejarse radiografiar hasta el último rincón del cerebro por compañías digitales creyendo en una ficticia privacidad, hasta un auto Tesla. Desde luego siempre ha sobrado gente que ansían más que nada, cobrar sin trabajar. Para eso algunos tuvieron la astucia de crear administraciones públicas. No toda las sabidurías son de circuitos electrónicos. Mientras más pequeña la aspiración, peor atrapado queda el aspirante en la sombría modernidad.
«Entre lo que más quise en esta vida estaban el disponer de mi propia empresa, asegurarme buen dinero para el futuro en que llegaría a viejo salvado de la pobreza, una buena familia y muchos hijos y nietos. Nada de eso tuve», me había dicho el día anterior para ilustrarme con pesar sobre su pasado discurrir, desde la nostalgia de lo mucho que pudo haber logrado creativamente y con el sudor de su frente antes de que llegara la inteligencia artificial que desplaza a la gente trabajadora.
¿Se había perdido de resultar un Bill Gate? Respétenme esta exagerada medición de posibilidades que establece contraste, pero cuando se está en presencia de una aguda distancia entre hojas de vida puede muy bien venir a la mente algún caso emblemático y de agudo éxito personal y a nadie le parecería poquita cosa lo alcanzado por el fundador de Microsoft.
¿Y cómo hubo de irle a usted en la errática soltería que nunca llegó al seguro puerto de un matrimonio? Así pregunté en este encuentro con el disminuido lobo solitario que ahora relato en interés de formarme una idea completa sobre él.
-¡Ay don; usted no se imagina! -Su labio inferior dejó de temblar y con sorprendente animo y brillo de ojos se lanzó a responderme-: Desde que llegué a la gran ciudad, muchachito yo, no paré de toparme con interesantes señoritas de cada vecindario en que fijé domicilio y otras chicas al alcance en las oficinas que visitaba y cuyo interés desperté cada vez que la buena suerte me acompañaba; ya sabe para qué. Con no pocas de ellas me amancebé. Siempre preferí que nuestras convivencias fueran de corta duración y pocas consecuencias.
Estaba yo en presencia de un ex-conquistador de corazones hecho trizas. No solo por tropezar continuamente con entes imaginarios fracasa el hombre. Todas sus aventuras fueron con mujeres de carne y hueso, excelente anotomía y más codiciables que cualquier armazón con aspas de esos que trabajaban el trigo, según las novelas caballerescas; espejismos de los que Sancho siempre se cuidaba.