Cacata no come cacata

Cacata no come cacata

Cumplíamos un compromiso en una localidad del este del país. Viajábamos alrededor de trece personas, entre hombre y mujeres. Salimos a buena hora de la mañana para estar a tiempo y solidarizarnos con una colega de alta estimación dentro del organismo para el cual laboramos. Éramos partes de cinco oficinas enlazadas, para cubrir un área importante de la institución.

Nos transportábamos en una guagua que el presidente de la entidad había puesto a nuestra disposición, combustible y conductor, incluidos. No era una misión oficial.

Todos nos conocíamos y alguna vez compartimos trabajos. El ambiente era agradable a pesar de las motivaciones del compromiso.

Varios de los viajeros, aún muy conocidos, entre ellos, compartían por primera vez lejos del centro de trabajo.

Se contaban casos, recordaban incidentes dentro del servicio que asumían en la entidad, con el mismo respeto, tanto del momento del acontecer como en ese momento de contarlo o referirlo.

Todo iba bien en el trayecto de la vía que transitábamos.

Al doblar hacia la izquierda, a la altura de San Pedro de Macorís, para viajar por la ruta que nos llevaría al destino de ida, el conductor sintió que algo extraño pasaba en el vehículo y se detuvo a la derecha de la carretera. Aguardamos con calma la información acerca de la “tragedia” que nos tenía reservada el autobús, hasta que habló el chofer responsable del medio de transporte: “Que si esto. Que si aquello. Que tal pieza se rompió. Que la manguera se desprendió y botó todo el aceite del motor”.

La marca y prueba de esto último estaba pintado sobre el asfalto, inclinada hacia el borde de la carretera, hasta el punto donde se detuvo el aparato.

¿Qué hacer? Se llamó a la dependencia de transportación para que nos enviaran un relevo; pero fue en balde. Ya todas las guaguas habían salido o estaban comprometidas.

Nos reuníamos en pequeños grupos y en cada uno se tenía una solución o una esperanza. Se acercaron varios “vecinos” de aquel lugar casi solitario a ofrecer su idea. Más adelante una persona, en motocicleta de doble ocupación, que había traído, sin que nadie se lo pidiese, un mecánico de San Pedro de Macorís, que podía poner en marcha el automóvil y llevarlo hasta un taller, donde puedan corregir el daño.

Se aceptó su propuesta hasta la sultana del Este. Volvimos a los corros, en el taller, como lo habíamos hecho en la carretera y disfrutamos con el sano intercambio y las pequeñas peripecias del viaje, todos con armonía y con la satisfacción de que esto servía para conocernos mejor y estrechar lazos de amistad.

La aplicación de la mecánica fue efectiva y, a pesar del retraso, abrigábamos la esperanza de estar a tiempo en nuestro destino.

No fue así. Pero aún quedaba mucha gente en el lugar, y logramos compartir con familiares y hacer nuevas amistades. Fuimos bien acogidos y expresamos nuestra solidaridad y cariño para todos.

Una señora de la casa, enterada de lo que había sucedido para llegar hasta allí, advirtió que era conveniente hacer el retorno temprano, porque caía la tarde y debíamos aprovechar antes de la caída del sol.

Todos asentimos y pronto estuvimos de camino.

Obscureció. Una señora habló de deseos de orinar. Para el regreso el conductor había decidido tomar la carretera vieja de San Pedro. Y mientras rodábamos, entre las mujeres siguió el tema de la necesidad pendiente. Se oponían algunos, otros decían que era demasiado lejos para aguantar hasta la capital.

En fin, el conductor detuvo la guagua y algunos bajamos, cumplimos la necesidad. Pero ninguna de las mujeres bajó, aunque fueron de las primeras en el asunto.

-Bajen, bajen, que nosotros no molestaremos.

El chofer apagó la luz y puso la intermitente.

-Sí, dijo una señora, pero por esos cañaverales salen cacatas.

Se oyó la voz de uno de los que habían cumplido  la apremiante necesidad: -Señora, pero ustedes andan entre caballeros, nosotros subimos a la guagua y ustedes realizan.

Otra voz remató: -Doña, nunca he oído decir que cacata come cacata.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas