Cada cabeza es un mundo

Cada cabeza es un mundo

Pocos hombres más mujeriegos que aquel amigo, al cual se le había robustecido el cuello porque lo ejercitaba virando continuamente el rostro ante el paso de alguna fémina.

Y como era de sólida posición sus romances se multiplicaban, y en una ocasión me manifestó que estaba muy deprimido porque solo tenía tres amantes.

Contrajo matrimonio a la edad de treinta y siete años con una curvilínea mujer de veintidós, aficionada a los ejercicios físicos, especialmente a la natación.

Ante su paso los hombres volteaban la cara, por lo que hubiera podido ganar un concurso de robustecedoras involuntarias de pescuezos masculinos.

Pero la compañera del mujeromaníaco tenía un grave defecto, y era que sus celos superaban los del personaje de Shakespeare.

Y es peligrosa cualquier relación conyugal entre un promiscuo sexual y una bronca, chiva, espantada.

Afortunadamente, por su condición de hombre inteligente y de vasta experiencia mundanal, el amigo sorteaba las situaciones difíciles que se les presentaban cuando la esposa trataba de atraparlo en alguna de sus jugadas extraconyugales.

Como era yo su confidente, vivía contándome las absurdas escenas de celos a las que lo sometía su vecina de mosquitero, y que lo colocaban en el borde de la desesperación. Atosigado y desencantado, inició trámites de divorcio, y eso bastó para que su mujer cayera en una crisis depresiva, que la llevó a jurar que abandonaría su enfermiza desconfianza.

Hizo honor al juramento, lo que llevó al don Juan a incrementar sus idilios callejeros llegando incluso a exhibirse con una variada colección de portadoras de faldas.

Trascurridos algunos meses me enteré de que la esposa del coleccionista de jevas estaba visitando parientes en la ciudad de New York, y que permanecería allí unas tres semanas.

Me comuniqué por la vía telefónica con el tenorio para felicitarlo por esa situación, pero sus palabras me desconchinflaron el asombrómetro.

-No me creerás, pero desde hace un tiempo puse fin a mis romances de moteles; y es que lo que les ponía sazón eran los celos de mi cónyuge, que me obligaban a utilizar al máximo el cerebro para los allantes, y me mantenían lejos del aburrimiento. Ahora carecen de atractivo aquellos brinquitos.

Cuando finalizó la conversación recordé que cada ser humano es diferente al resto de la humanidad, y que de poeta y de loco todos tenemos un poco.

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