En marzo de 1968, Estados Unidos decidió acabar con la pérdida incesante de oro. El remedio que se aplicó consistió en que todos los bancos centrales asumieran el compromiso de no comprar ni vender oro en los mercados libres.
Así, confiaban, la Reserva Federal (FED) dejaría de perder oro y el precio mundial de la onza de oro volvería a niveles muy por debajo de los 35 dólares. Se equivocaron a lo grande. Como la FED seguía inflando el dólar, su valor en los mercados fue cayendo mientras el oro se iba apreciando. Ya en 1973, una onza de oro se cambiaba en los mercados internacionales por 125 dólares. Los bancos centrales europeos amenazaron con vender gran parte de los dólares que tenían en sus reservas a cambio de oro, contraviniendo el acuerdo.
En agosto de 1971, por orden del presidente Richard Nixon, el dólar dejó de ser convertible en lingotes de oro, tanto para los gobiernos como para los bancos centrales.
El patrón de cambio oro fue un sistema monetario internacional por el cual el valor de una divisa se fijaba en términos de una cantidad de oro. El acuerdo permitía que el emisor de la divisa garantizara poder devolver al poseedor de sus billetes la cantidad de oro representada. El sistema se implantó en Bretton Woods, cuando surgió el Fondo Monetario Internacional (FMI). Las divisas que garantizaban el cambio al oro fueron el dólar y la libra esterlina. Woods dio lugar a una estabilidad relativa y duradera, de 1944 a 1971. Como para entonces la mayoría de las economías del mundo se desarrollaron, esta etapa se conoce en la historia como la Edad de Oro. La vigencia del patrón oro que imperó durante el siglo XIX, como base del sistema financiero internacional, terminó a raíz de la 1ra. Guerra Mundial, de forma que ya no se utiliza en ningún lugar del mundo. Suiza fue el último país en abandonarlo en 1998.
La caída
Cuando el mundo utilizaba el patrón oro, los valores relativos de las diferentes monedas se mantuvieron estables. El sistema mantenía una compensación automática que llevaba al equilibrio de las balanzas de pagos, las cuales fueron reforzadas por los constantes flujos de capitales. A pesar de estas ventajas, el patrón fue abandonado durante los primeros años de la crisis de los años 30, fundamentalmente debido a que los precios y los salarios no descendieron en la magnitud que bajaba la demanda global, de modo que los ajustes recayeron sobre la cantidad de empleo total. En estas condiciones se consideró menos doloroso (por presión de los sindicatos) la depreciación del tipo de cambio para abaratar las exportaciones que la reducción de los salarios.
El patrón oro era un sistema que no podía funcionar sin la cooperación de los países que lo adoptaban. Mientras funcionó, impidió que los países llevasen a cabo políticas aislacionistas que redujeran el comercio mundial y tendieran a producir un estancamiento. Después de su colapso surgieron políticas nacionalistas discriminatorias, en particular devaluaciones recurrentes que restringieron el comercio multilateral y ahondaron la crisis de los años 30.
La crisis del dólar
Durante todo el siglo XIX, con 20 dólares se podía adquirir lo mismo que con una onza de oro. En la primera década del siglo XX se empezó a pervertir el patrón oro y, con sólo 20 años, en 1934, el valor del dólar se había dilapidado de tal forma que hacían falta 35 para comprar una onza. Cuando, a mediados de siglo se abogaba por el retorno al patrón oro con una paridad que costaba el doble, más de 70 dólares, el valor del dólar respecto del oro siguió cayendo mucho más. Hoy, en los mercados internacionales, no bastan 900 dólares para comprar una onza de oro.
Es decir, en los últimos 100 el dólar ha perdido en términos de oro, más del 100% de su valor. Así, cuando Nixon decidió romper el último lazo entre el oro y el dólar, ya en el mercado predominaron los que quisieron deshacerse a toda prisa de sus dólares para poder comprar activos cuyo valor no se degrade tan rápidamente. Por eso, el oro, el petróleo y otros activos vieron cómo su precio se disparaba en dólares. La inflación del dólar llegó a los dos dígitos. Curiosamente a esto no se le llamó la crisis del dólar, sino la crisis del petróleo.
Cuando se financió el enorme gasto público a fuerza de imprimir más dólares sin respaldo en reservas, el dólar perdió su valor rápidamente. Para frenar la inflación, los gobiernos impusieron todo tipo de restricciones y controles de precios y salarios. El estancamiento económico se vino a sumar a la inflación. Así se creó la llamada estanflación, que, entre otras cosas, dejaba en evidencia los errores de la teoría keynesiana, que había dado por hecho que una inflación y un estancamiento no podían darse al mismo tiempo.
Con unas economías occidentales estancadas y abundancia de dólares, los bancos no encontraron a quien prestarle para nuevas inversiones, lo que fue aprovechado por gobiernos de países pobres. Por fin, podrían conseguir dinero a bajo costo. Tristemente, esos gobiernos no dedicaron los préstamos a empresas productivas que permitieran desarrollar sus países. Al contrario, en gran medida, esos fondos fueron a parar a cuentas privadas de altos funcionarios de esos países. Otra parte muy considerable fue destinada a gastos militares. Sólo a principios de la década de 1980, Occidente empezó a levantar cabeza. Con la reactivación económica, las empresas volvieron a pedir préstamos a los bancos, pero, obviamente, los tipos de interés volvieron a subir. Fue un amargo despertar para los países pobres.
Después de una década desaprovechando préstamos, llegaba la hora de pagarlos. Saldar una deuda cuando los tipos de interés están en plena escalada, es complicado. Que, encima, no se use el dinero para producir la suficiente riqueza con que devolverla, hace imposible el pago. Y, como era de esperar, México, un país grande, fue el primero en reconocer que no podía pagar la deuda. De ahí, el caso se repitió en multitud de países.
En algunos, los gobiernos deciden echar mano de la máquina de emitir dinero y acabar con la curiosa combinación de contar cada vez con más billetes y menos riqueza. La crisis de los 70 nos dejó una valiosa enseñanza que Carl Menger había explicado un siglo antes. El dinero no es una cantidad que pueda generarse o imprimirse a partir de la nada y por decreto, sino una cualidad (la liquidez) que el mercado descubre en los bienes y en los activos. La liquidez consiste en no sufrir pérdidas de valor (o de tiempo) al desprenderse de cantidades, incluso enormes, de un bien.
Bien sea dinero mercancía o activos monetizables, se deben constituir o representar los bienes más deseados por el mercado. Inexorablemente, la violación de esta ley significa tener que pagar el precio de las recesiones. Que sean deflacionarias o inflacionarias sólo dependerá del activo que tomemos como referencia para expresar los precios. Como muy bien señalan Eiteman y Stonehill (2006), desde marzo de 1973 los tipos de cambio se han hecho mucho más volátiles y menos predecibles. Esta variabilidad se debió en parte a un gran número de crisis inesperadas en el orden monetario mundial.
Y la crisis del dólar ha sobrellevado, de alguna manera, una gran cantidad de crisis importantes: la del petróleo en 1973, la falta de confianza en 1977-78, la segunda crisis del petróleo, la formación del Sistema Monetario Europeo y la diversificación de las reservas de los bancos centrales en monedas extranjeras en 1979 y la sorprendente fuerza de los flujos de capital hacia los bienes raíces (1981-1985), seguido del rápido avance de políticas proteccionistas hasta inicios de 1988. Después vinieron la intervención en Irak (1990), la crisis asiática (1997), la crisis del 9-11 (2001) y la actual fase de recesión mundial 2007-2009.
La cifra
14.5%
Fue la tasa de crecimiento promedio de los precios del oro en el mercado internacional entre 1991 y 2009. En ese lapso, el mercado promedió un total de 1.23 euros por dólar, que representó un crecimiento de 5.4% anual
Zoom
Cambio de sistema
En la posguerra, la Reserva Federal (FED) reinició su política de emitir dólares alegremente. Mientras tanto, Europa y Japón, aplicando políticas más sensatas, se recuperaron y la balanza comercial comenzó a inclinarse en contra de los Estados Unidos. Esos países se encontraron con que sus reservas nacionales se estaban llenando de dólares sobrevaluados que habían adquirido vendiendo sus productos a Estados Unidos. Por eso, empezaron a vender dólares a la FED a cambio de lingotes de oro. De este modo, las reservas de oro de la FED, que tras la Segunda Guerra Mundial estaban valoradas en US$20 mil millones, se vaciaron hasta los 9 mil millones. Pero, a medida que las ventas de dólares hacían subir la demanda de oro, en los mercados internacionales de oro iba subiendo el precio del metal. A la FED le resultaba cada vez más difícil mantener el cambio de 35 dólares por onza de oro.