Calabazas, descubra su  lado bueno

Calabazas, descubra su  lado bueno

Madrid. EFE. El Diccionario de la Real Academia, al hablar de las calabazas, nos informa de que dar calabazas a alguien equivale a reprobarlo en un examen; inmediatamente después, aclara que también puede usarse para expresar que ese alguien ha sido “desairado o rechazado cuando requiere de amores”, en un arrebato poético que uno jamás esperaría de una cosa tan seria como el DRAE.

Vemos, pues, que las calabazas resultan ser algo no deseable, un fruto que mejor que, al menos en su sentido metafórico, se mantenga alejado de nuestra vida cotidiana. Sin embargo, la presencia de las calabazas, pues de estas cucurbitáceas hay que hablar en plural, dada la enorme cantidad de especies y variedades existentes, es una constante en nuestra vida, a lo largo de la historia.

Calabazas vacías sirvieron durante siglos de cantimploras a los viajeros, hasta el punto de llegar a convertirse en uno de los símbolos del Camino de Santiago, en una imagen inseparable de la de los peregrinos. También se han usado calabazas vacías a guisa de flotadores, de salvavidas para ayudar a nadadores bisoños. Las semillas de alguna variedad fueron tenidas, en el siglo XIX, como eficaz remedio contra la tenia o solitaria…

Lo que no está claro es su origen. Hay autores que, alegremente, afirman que las calabazas proceden de América. Tienen razón, pero solo si sustituyen el artículo determinado “las” por el adjetivo indefinido “algunas”.

Hay muchísimas variedades de calabaza, de las cuales unas cuantas son originarias del Nuevo Mundo, y no nos referimos ahora a la típica calabaza de Halloween, de la que no cabe la menor duda de que procede de América… aunque parece que el origen de esa fiesta hay que ligarlo más bien a las hambrunas irlandesas de mediados del XIX y la inmigración subsiguiente.     Pero seguro que no procedían de América las calabazas a las que nos referíamos como símbolos del Camino de Santiago, ni tampoco aquellas para las que el recetario “De Re Coquinaria”, atribuido al romano Marco Gavio Apicio, y que suele datarse en el siglo I, ofrece una docena de fórmulas.    Y es que la calabaza, con sus muy variados nombres (ayote, zapallo, auyama…), tiene bastantes usos culinarios. Fundamentalmente, su aportación es cromática: esa pulpa anaranjada queda muy vistosa en un puchero, e incluso hay recetas de cocido madrileño que la prescriben. Pero también aporta dulzura, lo que hace que se emplee en repostería, y no solo la variedad de la que se extrae el cabello de ángel.

En Galicia (noroeste de España) se hacía, en tiempos, un caldo de calabaza que, según Emilia Pardo Bazán, tenía una sosería que lo hacía atractivo. Lo hemos probado, y en la receta de entonces es qué digo soso: sosísimo.     Mucho mejor, sin duda, una crema de calabaza como ésta: ustedes laven, pelen y corten en daditos una zanahoria, un puerro y una cebolla. Pongan un poco de aceite de oliva en una olla y sofrían las verduras hasta que se ablanden. Incorporen entonces una papa, así como una libra  de calabaza naranja, todo  igualmente troceado. Cubran con un caldo, que puede ser de verduras o puede ser de ave, y dejen hacerse a fuego suave unos 40 minutos. Trituren todo y sírvanlo.

En casa decoramos esta crema con una espiral de nata líquida: aporta untuosidad, y además hace bonito. Y ponemos al lado un platito con dados de pan como de menos de un centímetro de lado, que antes hemos secado en el horno, una vez rociados con un poco de aceite de oliva aromatizado con ajo y guindilla. Hay que dosificar estos costrones (croutons) y poner solo unos pocos cada vez para que no les dé tiempo a empaparse en la crema y perder la textura crujiente, que es su magnífica aportación a este plato.

Prueben… y  empiecen a  relativizar la importancia de las calabazas.

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