Calculando la política de la catástrofe

Calculando la política de la catástrofe

WASHINGTON.- Es el hecho espeluznante e impredecible con que se obsesionan en privado las campañas de George W. Bush y John Kerry, y el cual rara vez discuten en público. ¿Cómo otro ataque terrorista antes de las elecciones presidenciales, incluso uno que resulte una pálida sombra del 11 de septiembre, afectaría la forma en que los votantes ven al presidente o su contendiente?

Es una pregunta sin respuesta, por supuesto, lo que naturalmente la convierte en tema de conversación en interminables cenas en Washington. Probablemente es demasiado especulativo para realizar un sondeo serio. Sin embargo, eso no significa que la planeación no haya empezado. El Presidente Bush ha comenzado a hablar sobre la posibilidad en público, quizá para preparar al país para lo peor, quizá para iniciar la inoculación política si fallan las defensas nacionales.

Al preguntársele en una convención de editores de periódicos aquí hace 10 días sobre los sondeos que muestran que dos tercios de los estadounidenses creen que el terrorismo golpeará a Estados Unidos en el futuro cercano, dijo: «Bueno, puedo entender por qué piensan que van a ser atacados de nuevo. Vieron lo que sucedió en Madrid». Y el jueves, al salir de su entrevista con la comisión que investiga los ataques del 11 de septiembre, se le preguntó si ahora podía asegurar a los estadounidenses que ningún miembro de Al Qaeda estaba conspirando en Estados Unidos.

«No, no puedo decir eso», respondió sucintamente. Su asesora de seguridad nacional, Condoleezza Rice, habla de «charlas» sobre un ataque contra Estados Unidos, quizá alrededor de las conveciones políticas este verano, que los terroristas esperarían influyeran en la elección.

Esta discusión pública sobre un posible ataque terrorista, grande o pequeño, se ha vuelto mucho más que sólo otra alerta amarilla para que la nación esté pendiente en centros comerciales, aeropuertos y estaciones ferroviarias. Se ha convertido en parte del panorama del año electoral, colocado al lado de los cálculos de los estrategas sobre cómo la tasa de desempleo, o el índice bursátil Dow Jones, o Irak pudieran afectar una elección cerrada.

También ha conducido a una especie de teoría de juego macabro, en la cual expertos en seguridad y agentes políticos -dos clases de prsonas que típicamente no interactúan mucho en Washington- están calculando cuál pudiera ser la consecuencia política de un ataque. Las respuestas dependen del tipo de ataque, y cuándo suceda. Pero si pensar sobre lo menos que impensable era una subcorriente antes de los atentados explosivos de Madrid, se ha convertido en tema de intensos jugos de estrategia desde entonces.

«El mensaje que los terroristas aprendieron en Madrid es que los ataques pueden cambiar las elecciones y cambiar las políticas», dijo un alto funcionario gubernamental, al hablar sobre la decisión del nuevo gobierno español de retirar sus tropas de Irak, exactamente el objetivo que algunos creen tenían en mente los terroristas. «Es un precedente muy peligroso».

Los estadounidenses rara vez, si acaso, han visto una dinámica política como ésta. Pearl Harbor propagó el temor en todo el país -con patrullas a lo largo de la Costa Oeste en busca de invasores japoneses- pero para cuando tuvo lugar la elección de 1944, el enemigo estaba en retirada en el Pacífico. La Guerra Fría tuvo su propio cálculo político sombrío, reducido al anuncio de la niña con una margarita de Lyndon Johnson en su campaña de 1964 contra Barry Goldwater. Pero el ajedrez político de la Guerra Fría incluyó un enemigo al que podía apuntarse para una represalia nuclear, el factor faltante en la era del terrorismo. Esa es la razón de que Bush haya hecho de la prevención -llevar la guerra al enemigo antes de que éste pueda atacar- no sólo una piedra angular de la política de seguridad nacional, sino de su campaña de reelección.

Ahora la posibilidad de un ataque en año electoral se ha convertido en parte de la antropología política de Washington. Quizá ese es el resultado inevitable en una ciudad donde la planificación del desastre es una industria en crecimiento, y donde el más nuevo gigante burocrático es el Departamento de Seguridad Interior, con su centro de comando de guerra situado en un tranquilo barrio residencial en el noroeste de Washington, lejos de la supuesta zona de ataque de la Casa Blanca y el centro comercial.

No hay letreros al frente, y minivans con niños pasan a toda velocidad frente a la puerta en camino al cercano campo de beisbol. Pero casi todos los que pertenecen a los mundos político y de seguridad aquí saben dónde está, como seguramente saben que si vehículos llenos de funcionarios se dirigen al puesto de comando del departamento, el efecto sobre la elección será un enigma.

Colaboradores políticos de Bush -hablando sólo tras bastidores, porque nadie analiza el terrorismo abiertamente- argumentan que entre más enloquece el mundo, más beneficia al tema de la campaña: Ahora más que nunca, el país necesita un presidente que haya resultado ser firme sobre el terrorismo. Un escenario que empeore en Irak, creen, tiene el mismo resultado. Quizá sea un giro previo al desastre, pero muchos demócratas dicen en privado que coinciden con esa teoría.

Hasta ahora, los signos son contradictorios. El índice de aprobación de Bush pareció mejorar un poco aun cuando las bajas en Irak empeorearon en abril. Pro luego un sondeo de The New York Times y CBS News, divulgado la semana pasada, sugirió que Bush finalmente estaba pagando un precio entre los votantes que se preguntan si tiene una estrategia que funcione en Irak. Le dieron calificaciones más altas sobre el combate al terrorismo. Pero un ataque en casa pudiera cambiar las cifras instantáneamente.

«La gente ahora se da cuenta de que podríaa haber una estrategia de año electoral de Al Qaeda», dijo Richard Norton Smith, historiador que ha estudiado cómo la guerra afectó las reelecciones de Lincoln en 1864 y de Roosevelt en 1944. «Incluso los terroristas toman en cuenta el calendario».

De manera que la oportunidad de cualquier ataque futuro es ahora el tema de conversaciones en pasillos en el Pentágono y la Ala Oeste y en cenas diplomáticas, donde se mezclan funcionarios actuales y anteriores. Un sondeo altamente poco científico de esas conversaciones reveló algunos hilos comunes de lógica entre los asesores de Bush y Kerry. Pocos dudan de que un ataque uniera al país detrás del presidente, como sucedió después del 11 de septiembre.

Pero el efecto pudiera ser mucho más breve esta vez, especulan muchos, porque el valor de choque habría desaparecido, y porque esta vez se supone que las defensas estadounidenses son mejores. De manera que en un mes más o menos, continua el pensamiento, el horror daría paso al análisis sobre si los miles de millones de dólares gastados en seguridad fueron bien gastados, y si Bush se enfocó en las amenazas correctas. Una cosa fue no comprender las advertencias previas al 11 de septiembre. Otra sería comprenderlas más ahora.

Los ataques inevitables, continúa la teoría, pudieran tener efecto político limitado. Los atentados suicidas en un centro comercial o en un tren, estilo los de Madrid, pudieran caer en esta categoría. Pero un ataque más espectacular que los votantes consideraran que explota una vulnerabilidad que Washington dijo que estaba corrigiendo -digamos, un aparato explosivo a bordo de un carguero que se dirige a la Bahía de San Francisco, o una bomba sucia que evada los detectores nucleares en Nueva York o Washington- pudieran provocar llamados inmediatos a investigaciones sobre si el gobierno hizo muy poco demasiado tarde mientras se enfocaba en Irak.

Una razón de que el gobierno esté obsesionado con la seguridad para las convenciones es que esas reuniones atraen a grandes concentraciones de la élite estadounidense en dos ciudades importantes. Pero también pudieran ser lo suficientemente alejadas de la elección para permitir tiempo para un señalamiento de culpables predecible. Los terroristas, creen algunos, podrían tratar de emprender un ataque que pudiera ser creíblemente descrito como resultado de la guerra de Irak, en vez de una repetición del 11 de septiembre. Eso podría convertirlo en la Prueba A en el argumento anti-Bush de que Irak nos ha hecho más vulnerables.

Pero al menos un destacado asesor de Kerry teme lo contrario: que Al Qaeda quiera que Bush sea reelegido porque es «el mejor cartel que tienen para el reclutamiento».

Al final, el impacto del terrorismo es imposible de conocer. Los colaboradores de Kerry podrían estar atentos a la lección aprendida por otro senador de Massachusetts, en sus primeros meses como presidente.

John F. Kennedy se desesperó después del fiasco de Bahía de Cochinos, convencido de que la fallida misión para derrocar a Fidel Castro lo hacía parecer débil frente a la amenaza comunista justo frente a las costas de Estados Unidos. Luego sus cifras en los sondeos se elevaron.

«Es como Ike», exclamó, dice un relato en el libro de Richard Reeves, «President Kennedy: Profile of Power» (Presidente Kennedy: Perfil del Poder). «Entre peor actúe uno, más les gustamos».

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