Caldo y vino, magnífica pareja

Caldo y vino, magnífica pareja

POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).- No lo he podido evitar nunca: cada vez que leo la palabra ‘caldo’ usada como sinónimo de ‘vino’ me pongo de los nervios; y, sin embargo, es de lo más frecuente que se utilice, más sobre todo si quien escribe no es un habitual de este gratificante mundo del buen comer y buen beber.

Me da igual que el Diccionario, en segunda acepción, diga que ‘caldo’ es el “jugo vegetal, especialmente el vino, extraído de los frutos y destinado a la alimentación”; el Diccionario, en este terreno de la gastronomía, dice muchas barbaridades y, sobre todo, incurre en numerosas inexactitudes.

Un caldo, como reconoce antes de nada el propio texto académico, es el “líquido que resulta de cocer o aderezar algunos alimentos”. Esto es ‘caldo’, en español, como es ‘bouillon’ en francés y es ‘brodo’ en italiano. Y no me imagino a un francés hablando de “les bouillons du Bordelais” ni a un italiano de “i brodi della Toscana”.

Verán ustedes: para caldo, el del puchero, que es el mejor de todos los caldos habidos y por haber. No despreciamos, todo lo contrario, el clásico caldo de gallina; ni siquiera un buen caldo de verduras, o de pescado. Un caldito, limpio, colado, sin intrusiones sólidas, reconforta, templa el estómago, levanta el ánimo.

Un buen caldo es, muchas veces, la base de un buen plato; piensen en los caldos básicos, en los fondos de cocina, que no son más que caldos reducidos…

Podrán decirme que un buen vino, bebido con moderación, tiene los mismos efectos que un buen caldo, porque, en efecto, también el vino reconforta y levanta el ánimo; “el vino alegra el corazón del hombre”, dice el Eclesiastés. Pero no es lo mismo, para nada.

Al revés: la palabra ‘caldo’, aplicada al vino, suele ser peyorativa. Decimos que un vino “parece caldo” cuando está servido a una temperatura excesivamente alta, una temperatura que anula todas sus virtudes y lo deja convertido en poco más que un líquido que contiene alcohol, que es lo único que llega a nuestras narices en tales lamentables condiciones.

Caldo y vino son una magnífica pareja; pero son dos cosas distintas. De modo que, cuando hablen de vino, no les importe ser reiterativos, y usen la palabra siempre que venga a cuento. Que un vino es un vino, y un caldo… pues eso: un caldo.

El vino tiene su temperatura, como la tiene el caldo. Un vino demasiado frío tampoco nos dirá nada: sus aromas quedan, congelados, no se despliegan; en el caso contrario, como ya hemos apuntado, el calor hace que el alcohol se imponga a los demás aromas. Y el vino es, sobre todo, un juego de aromas.

Dejemos el caldo para los platos soperos o para las tazas, y guardemos las copas para el vino. Además, una copa de buen vino es un complemento maravilloso para uno de esos caldos caseros que, al decir de nuestras abuelas, “resucitan a un muerto”. Pocas cosas, desde luego, apetecen tanto como un caldito, sobre todo cuando el tiempo es frío; llega uno a casa, huele ese maravilloso caldo del puchero y espera impaciente el momento de probarlo, aun a costa de quemarse la lengua.

Pero después apetece redondear la sensación de confortabilidad con un trago de vino, un vino que, evidentemente, no va a quemarnos nada.

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