Calichar

Calichar

Hacíamos travesía desde cerca del parque San Miguel hasta la escuela de educación secundaria. Nicanor Pichardo Cruz vivía en la 19 de Marzo. Procuraba a José Escuder en la esquina de la 19 de Marzo. En ese punto su padre, don Jaime Escuder, catalán, tenía un colmado. De allí, me procuraban en la Jacinto de la Concha 37, casi esquina Félix María Ruiz, calle  que con la transformación que padece la ciudad en marcha hacia su modernización perdió buena parte de su recorrido. Subíamos a pie hasta  la escuela normal de varones, ahora Juan Pablo Duarte. 

Para nosotros, el propósito era alcanzar la avenida Duarte (entonces José Trujillo Valdez), hasta llegar al liceo.

Antes de cruzar la avenida Braulio Álvarez transitábamos sobre aceras de cemento y calles asfaltadas, de doble vía. En aquel punto, comenzábamos a pelear con el caliche: polvo en sequía, resbalones y doble suela del caliche mojado por la lluvia. Fue una temporada estupenda: por los compañeros y la calidad de los profesores que nos instruían: Petronio Mejía, Carlos Curiel, Alicia Ramón, Moncito Báez, Andrés Avelino, Manolín Troncoso, la viuda Fiuret y el manejo de la disciplina por los hermanos Travieso Soto.

Fueron directores para aquellos años (1946-1950). Enrique Martí Ripley y Rogelio Lamanche Soto. A veces se llegaba a la escuela en aquellas guaguas inolvidables de dos pisos.

Durante un largo período, quizás por “chercha”, bajábamos también a pie. La economía del pasaje (ida y vuelta) servía para comprar en los recreos jalaos, conconete, alegría, suspiros y frío – frío.

Al frente estaba establecido Papacito Mercado, ex boxeador. El transporte era de cinco centavos por cada viaje.

Regresábamos entusiasmados doce meridiano o a una p.m., cantando. Entre los que recuerdo estaban Fersobe Jarum, Nicanorcito Pichardo, Julio Armando Aguasanta, José Escuder, el chino Ben y otros más (yo estoy entre esos otros).

El alerta en el último de los recesos por cambio de clases era gritarnos a distancia:

– ¿Te vas en guagua?

– No, yo me voy por el caliche.

Esto se entendía haber gastado el pasaje en golosinas o glotonerías. En verdad, no todo era así. Más que todo eso, se trataba de compartir, estar más tiempo con amigos tan apreciados.

Por mi parte, yo manejaba bien el tímido presupuesto que me asignaban cada día de clase: comía menos cantidad de dulces y frío frío, y guardaba  diez centavos de los viajes de ida y vuelta. Ahorraba veinte centavos cada dos días y con estos tristes cheles compraba en la casa  Weber, un pequeño libro de filosofía, de solamente veinte centavos, de la editorial Tor, de Buenos Aires: Así fui forjando mi biblioteca; hasta ese momento con libros baratos, pero valiosos.

De tanto subir y bajar, el caliche se transformó en acción y ya dejamos de decirle, de tanto  en tanto, si te vas por el caliche y sentíamos el orgullo de haber creado un nuevo verbo: ¡Calichar!: Voy a calichar.

De corta duración pero de una fuerza que nos envolvía. Claro con el último miembro de esa generación, el verbo habrá de desaparecer.  ¿Para siempre ?

¡Quién sabe, señor!

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