Camelias insustituibles

Camelias insustituibles

VLADIMIR VELÁZQUEZ MATOS
En días pasados leí un artículo de un escritor al que admiro mucho, Mario Vargas Llosa, en el que después de hacer un análisis a la Dama de las Camelias, se introdujo, con la erudición que caracteriza a sus escritos, por los vericuetos de la obra de arte hasta llegar a Giuseppe Verdi y La Traviata, una de sus grandes obras maestras, desembocando en el comentario de una muy ponderada representación de dicha ópera celebrada en el Festpielhaus de Salzburgo, en la que su protagonista, la soprano rusa Anna Netrebko, fue aclamada, según el célebre novelista, como la sustituta de la más grande soprano del siglo XX, María Callas.

No dudamos que la artista a la que hace referencia el célebre autor peruano sea una prima donna excepcional; no puedo opinar de ella pues aún no la he escuchado, aunque la crítica especializada se desborda en alabanzas, pero es que hablar de ese mundo tan difícil como lo es la ópera y de posibles sustitutos y demás, y perdónenme la presunción, es como hablar de piezas del hit parade –y de eso no se trata–, ya que nadie, y menos artistas que fueron excepcionales y que brindaron sus respectivos mensajes artísticos en el momento de su vigencia, no los sustituye nadie.

¿Acaso ha habido sustitutos para Enrico Caruso, Titta Rufo, Renata Tebaldi o Jussi Björling, por citar algunos ejemplos? ¿Es que esas voces bendecidas por la providencia y únicas como preciosas gemas se pueden comparar unas con otra? Lo dudo.

María Callas fue un fenómeno canoro y dramático único e irrepetible, imperecedero tal como lo ha sido todo gran artista, pero en su caso, tal como sabe el que guste del arte del “bel canto”, es un caso muy singular, pues ella en su época creó toda una revolución, la de cantatriz consumada, que fue denominada Callas-Visconti (por el magistral registra escénico que colaboró con ella), que se extiende hasta el día de hoy, en que el espectáculo operático no sólo debe ser una orgía de bellos y embelesadores sonidos vocales fundidos con la música de los grandes autores, sino una catarsis teatral, en donde todo el ser se vuelca en la representación de las grandes pasiones humanas para darlo todo en escena, hasta la propia piel o el alma.

Eso es lo que representó María Callas para el teatro lírico mundial, es decir, una artista a la que poco le importó si el repertorio se adecuaba o no sus propias condiciones vocales, siempre y cuando sí a su inagotable temperamento artístico, dando más y más de ese irrefrenable caudal expresivo que dejó inmortalizado para todas las generaciones en las múltiples grabaciones de su breve carrera, con soberbias creaciones jamás igualadas, casi hasta destruir su propio instrumento en pro de una total y comprometida representación dramática para alcanzar esa verdad escénica y del alma que no es otra cosa que la belleza misma.

Fue sin duda una artista muy discutida, con un temperamento explosivo, fogoso, energético, a quien siempre se le criticó ciertos defectos de su voz, como lo era la falta de homogeneidad de sus tres registros, grave, medio y agudo, cosa que la llevó, según expertos y críticos, prematuramente a su declinación, pero que no obstante eso, también la llevó a grandes cumbres interpretativas, pues ya no era la voz, sino el personaje quien hablaba. Empezó muy pronto su vida operática, siendo apenas una adolescente, no en su natal Nueva York sino en Grecia, la tierra de sus padres, de la mano de la soprano Elvira Hidalgo, quien vio en esa fea jovencita miope -pues la Callas era mujer poco atractiva además de obesa, hasta su total transformación a comienzos de los años cincuenta–, un extraordinario diamante sin pulir, enseñándole una técnica tan soberana, unas formas de cantar y el decir (el recitar cantando), que se convertiría en una verdadera leyenda viva.

Irrumpe en Italia después de la II guerra mundial, y canta en la Arena de Verona en donde conoce al que será su esposo y mentor, Gian Batista Meneghini, quien la lanza al estrellato en poco tiempo, aprendiendo una ópera por semana y cantando los papeles más difíciles del repertorio para soprano: Norma, Kundry, Tosca, Aída, Santuzza, Nedda, etc., y estableciéndose, después de no pocos inconvenientes y altercados con otra prima donna de muchísimos Kilates, Renata Tebaldi, en el Olimpo absoluto del Bel Canto mundial, la Scala de Milán, como su reina absoluta.

Mucha gente conoce de soslayo a este personaje excepcional como lo fue María Callas, ya sea por su tormentosa vida con Aristóteles Onasis, sus desplantes públicos, su rivalidad con otros colegas, etc., pero lo que nadie puede obviar es la grandeza de sus interpretaciones, inimitables, y gracias a Dios recogidas en disco, tanto sus actuaciones en vivo como las de estudio, en donde esta soberana artista inmortal nos legara un aluvión de emociones y electricidad personal difíciles de igualar, muy a pesar de otras muchas artistas extraordinarias que le han seguido después, como Monserrat Caballé, Joan Sutherland o la joven rusa Anna Netrebko, que dichas grabaciones, con sus compañeros de siempre, el tenor Giuseppe di Stefano, el barítono Titto Gobbi y el maestro Tulio Serafín, dejaron para la inmortalidad, moldeados en oro, lo que fue una época irrepetible y maravillosa que, por desgracia, jamás será igualada, por mucho que lo diga el célebre escritor peruano.

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