Camiones al garete

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Todavía lloran en Galván. Pese al riguroso clima de la región seca y salobre, el llanto no parece extinguirse. Las oraciones siguen pronunciándose por las almas de todos los padres, hijos, hermanos y amigos fallecidos en el accidente de Santana. En Galván se preguntan cómo pudo ocurrir el cruento accidente. Porque Andrés Santana, el chofer del minibús pecaba por lento. Algunos aseguran que había llegado su hora.

Los catorce muertos son la causa del llanto que no se extingue en Galván. Porque a Andrés se le confiaban dinero, muchachos y ancianos desvalidos en el curso del infinito camino de Galván a Santo Domingo. En Galván muchos recuerdan, entre lágrima y lágrima, que su sobrenombre no pronunciado era Wells Fargo. Seguro, confiable, preciso. Y no era un chofer de guagua cualquiera. Joven apuntó a la cima, y se hizo bachiller. Pero no pudo continuar. No fueron los percances los que impidieron que siguiese. Fue su sino. Por eso en Galván no paran de llorar ni de preguntarse qué ocurrió allí en Santana, a pocos pasos del puente Lucas Díaz, en la provincia Peravia.

Joel Santo Aquino está vivo. Conducía el mastodonte de acero con el que chocó el minibús conducido por Santana. La versión que dio el vivo es irrefutable, pues Santana no se encuentra entre los que puedan discutirle. Y como es un accidente de tránsito entre un minibús y un cabezote con patana, todo quedará en el olvido. Pero en Galván no cesan de llorar y los crespones de luto cubren cada tarde las viviendas de todas las familias. Porque en Galván todo el mundo es familia.

Andrés Santana probablemente falleció en la colisión. Vino a morir en la jurisdicción territorial de un poblado bautizado años ha, con su apellido. No era un chofer cualquiera de un minibús que aletea con las brisas de las carreteras. Tampoco son chóferes de poca monta los que manejan los grandes camiones. Cualquier viajero los ha visto pasar por su vera a velocidad supersónica. Presiente el viajero al temor que como fiera se asoma desde el cabezote o en la cama de los mastodontes de acero. Usted puede viajar por encima de una velocidad relativamente moderada y aún así ellos corren más de prisa.

Mirándolos adelantarse suelo encomendar a Dios a cuanto ser humano encuentren por los caminos. Pienso en el largo trecho que agotarán en caso de que deban detenerse en forma súbita. Y entonces pienso en la embestida del toro sobre el torero. ¡Dios mío, me digo, protege del furor de la bestia a cuantos encuentre en su camino! Pero no hay quien los domine. Siempre ha debido domeñarlos el primero y más grande de los mandamientos. Y no me cabe duda que también ellos invocan a Dios. Mas no piensan que un exceso innecesario en la presión del pie sobre el pedal refuta el amor al Creador, puesto que quiebra el respeto al prójimo.

Por eso Galván llora, aún, a un número sorprendentemente alto de sus hijos, idos hacia Dios en una sola y funesta jornada. Todavía rezan y lloran en Galván.

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