Siempre las ha habido, en todo lugar, momento y tiempo. Antes de la Era Cristiana y después de ella. Sócrates igual que Cristo, son sólo referentes históricos. Se producen con desigual intensidad, según los medios disponibles y el objetivo perseguido. Sus ideólogos deciden su procedencia: el descrédito de una creencia, de una persona o grupo determinado que consideran indeseable o peligrosa, a la que hay que descalificar y sacar del escenario. Su práctica o aceptación dependerá del resultado conseguido y de las circunstancias, sin cuestionar su moralidad, aceptado como válido el pragmatismo utilitarista de Bentham, en una versión atribuida a los Jesuitas: el fin justifica los medios.
La campaña sucia, alentada por sectores poderosos, ha sido precursora y sostén de persecuciones, intervenciones, guerras y exterminios que hemos podido presenciar y ser testigos en el pasado reciente y en lo que va del presente siglo. La ausencia del componente ético o moral en este tipo de campaña es su fuerte y su talón de Aquiles. Ella se alimenta de la mentira, la invectiva, la intriga, la falsedad: calumnia, calumnia que algo queda. De ahí, su efecto inmediato propagandístico, que pudiera quedar neutralizado y revertirse con resultados contrarios a sus ideólogos y promotores, al paso de la verdad revelada que deja al desnudo, desprovisto de pruebas, al autor mendaz y su morbo.
En nuestra aldea política, dada la pobreza cultural y material de una población endémicamente desprotegida, alimentada por el chisme, la demagogia y el populismo, la campaña sucia encuentra terreno fértil. Sin referirnos al Foro Público de Trujillo, cuando quería humillar a un funcionario, después de su muerte ejemplos patéticos y bochornosos de intolerancia e irrespeto a la dignidad humana, han tenido lugar. Juan Bosch, acusado de todo, fue víctima de una de las peores campañas sucias, montada por la oligarquía cívico-militar y la propia iglesia católica, hasta su derrocamiento. Y él mismo co-protagonizó, de mano con sus peores aliados, posiblemente la campaña más asqueante contra su antiguo pupilo, José Francisco Peña Gómez. Los cuarteles militares y policiales, en tiempo de los 12 años del Dr. Balaguer, fueron inundados de carteles, adoctrinamiento y propaganda malsana, enemistando a soldados y policías de civiles y opositores, tildados de comunistas.
Dentro de esta campaña electoral, descontrolada y permisiva, vemos con preocupación cómo los dirigentes políticos y militantes de ambos partidos mayoritarios tratan moralmente de descalificarse. Una grave acusación contra la Primera Dama, y funcionarios del gobierno, para mí temeraria, que hay que esclarecer no por los medios, provoca una masiva movilización de mujeres peledeístas señalando al candidato del PRD, Hipólito Mejía, como responsable del supuesto agravio, mostrando cartelones groseros y difamatorios, obstruyendo la vía pública, bajo la mirada complaciente de las autoridades del tránsito.
Algunos dirigentes creen que para conseguir su objetivo nuestra divisa debe ser la fuerza y la hipocresía; sólo la fuerza da la victoria en política. La violencia debe ser un principio, el engaño y la hipocresía una regla. Cuidémonos de esta especie. Aun cuando triunfe, el ganador de una campaña sucia siempre será el perdedor virtual, víctima de su propia campaña. Calumnia, calumnia que algo queda.