Escribo este artículo mientras me encuentro en un tibio entorno de la playa de Cancún, México, disfrutando de mi té preferido, el Earl Grey, en un hermoso despertar sentado en el balcón de mi hotel, en el disfrute de un bello y rojizo amanecer, donde el tiempo es transparentado por el casi invisible vuelo de unas juguetonas gaviotas que adquieren color por su canto y en su retozo en el viento donde los espirales de nubes corredizas dibujan trasfiguraciones. Mientras escribo estas líneas, me encuentro asimismo cumpliendo con mi ritual matinal de la obligada lectura y de la verdadera buena música, esa que es como el tilo y la encina de la fábula, las cuales disfruto para empezar el día desde mi infancia. Solo así complejizando puedo disfrutar del conjuro de ese momento astral y plenamente combinar este tizón de brisas marinas, salitre que te lleva al firmamento haciendo cuerpo imaginario frente a la inmensidad de esas aguas hermosísimas de múltiples lapislázulis, donde se siente uno ser poseedor del tridente de Neptuno. Tengo en mis manos un libro en este despuntar de tan hermoso día frente a la majestuosidad del astro rey, un compendio del inmenso poeta, el gran orgullo nicaragüense: “Rubén Darío del Símbolo a la Realidad”, obsequio de mi hija Carolina. Me encuentro en Cancún participando en el Congreso Latinoamericano de Epilepsia.
Por esas paradojas de la vida, por coincidencia leo su poema, “Marina: Mar armonioso/ mar maravilloso/tu salada fragancia/tus colores y músicas sonoras me da la sensación de la divina infancia/en que suaves las horas venían en un paso de danza reposada a dejarme un ensueño o regalo de hada. Mar armonioso, mar maravilloso de arcadas de diamante que rompe en vuelos rítmicos/ que denuncia un espíritu oculto/espejo de mis vagas ciudades de los ciclos blanco y azul/ tumulto de donde brota un canto inextinguible…” Debo reconocer que al terminar estas solitarias cuitas cerebrales en plena mansedumbre, entre canticos de los sabores del salado aire y de las danzarinas olas, me sentí frente a ese mar ser Poseidón y en verdad no quería entregar el tridente que había recibido de Neptuno la noche anterior en la magia de un embrujante spa: esto así porque la noche previa me deleité en el spa del hotel donde estaba, al cual ellos señalan como el mejor de Cancún, y el tercero del mundo. Fue una travesía etérea de bienestar y relajamiento que me adormecieron el alma y la conciencia, disfruté de sus masajes, su hidroterapia, vapor con arcilla, la alberca polar, etc., etc., luego una primorosa cena servida en la playa a cinco tiempos, gratamente recuerdo el caviar de mango y el queso Romonetti con betabel. Luego de haber vivido todo esto, reitero mis planteamientos de que la felicidad es: individual, intima, inmediata, intransferible e innegociable.
Posteriormente se abrió la grieta de la indefectible realidad haciéndose espesura, en medio del remolino de aquella combinación de plenitud de centelleos marinos, lleno del follaje azul del inmenso cielo acompañado de llamas con brisas compasivas que me hicieron despertar a la realidad. Había un paseo, íbamos a las ruinas de Chichen Itza, debía alistarme para viajar al mundo Maya. Previamente me desayuné con carpaccio de atún, vinagreta de cebolla caramelizada y soya con mezcla de micro greens orgánicos y una mimosa. Volver a otra irrealidad de lo mirado, desde Cancún a las pirámides hay unos 188 kilómetros de carretera recta que nos interna al mundo Maya. Es un extenso territorio de aproximadamente 400 mil kilómetros cuadrados formados por selvas, ríos y montañas, con innumerables depósitos de agua llamados cenotes. Ellos concibieron dos calendarios, uno de ellos el solar de 365 días. Lograron buen manejo de la astronomía y las matemáticas, en su momento fueron una civilización muy avanzada con respecto al resto de la América precolombina.
Visitamos la pirámide más alta, el famoso templo de Kukulklán, pero para mí lo máximo fue visitar el observatorio de las pirámides, y comprobar personalmente de que eran en verdad hombres muy sabios, por el manejo de la luz solar y el movimiento de los astros en la perspectiva de cientos de años atrás. Son de esas hermosas experiencias que son luz y son sombra, me impulsé reverente con mis neuronas pensantes a poner rumbo a mi imaginación y admirar la gran inteligencia de aquellos hombres. Nos despedimos de las ruinas y fuimos a cenar al pueblito cercano de Valladolid, donde en un hermoso patio español del restaurante el Atrio de Mayab al lado de la catedral de San Servacio, pedí un filete de salmón rosado chileno al sartén, con risotto de espárragos con salsa de estragón y un exquisito Chablis. Miré hacia las estrellas y en ese festín motivante de todo un día con tan gratos estímulos, masajes, oleajes marinos, complejos y misteriosos eventos históricos, se desbordó la noche y no supe si yo era el encumbrado rey maya Ahauob o un conquistador español como Pedro Alvarado.