Candita

Candita

JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR
Su nombre perfumó la vida de Héctor Incháustegui Cabral durante casi medio siglo, hasta que el gran poeta exhaló su último suspiro, minado por los deberes palaciegos y el humo de sus cigarrillos sempiternos, en aquellos borrascosos días del huracán David y la tormenta Federico.

Candita Salvador -la musa que le inspiró un libro de poemas primerizos que él nunca quiso publicar- debió entonces proseguir sola, a una edad en que aún le sobraban energías y entusiasmo, cargada de recuerdos, libros y fotografías personales de una larga trayectoria constelada de afanes y proyectos compartidos.

El pasado quedaba atrás de modo irremediable. Pero ella no podía evitar remontarse a sus inicios de flamante esposa en el año 1933, cuando contrajo matrimonio con aquel poeta soñador e inquieto de apenas 21 años, oriundo de Baní. Recordaba con orgullo la humilde casita detrás de la Iglesia de San Carlos, donde vivieron pobres y felices.

Sus ojos se llenaban de un extraño fulgor al hablar de la etapa diplomática en numerosos países, en los cuarenta y los cincuenta, y, terminada la guerra civil del 65, la fecunda quietud de su hogar en la universidad de Santiago de los Caballeros, poco antes de volver a la vertiginosa dinámica de Santo Domingo.

Candita tenía el temple de las matronas de antaño. De carácter espontáneo y chispeante, era decidida y fuerte en sus acciones, y de una probada sabiduría en los asuntos del hogar. Su risa inconfundible, su hermosura y su coquetería a flor de piel eran rasgos que seducían a todos los que giraban a su alrededor.

Por sobre todas las cosas, fue una mujer vibrante, desenvuelta y cariñosa; una abnegada compañera dispuesta a complacer y agradar. Primero a Héctor -«Papá Héctor», como le gustaba decir-, a quien cuidaba con mimos de madre protectora. También a sus hijos: su primogénito Sergio, renombrado pediatra; y Marino, su benjamín, economista exitoso. Seguía de cerca las palpitaciones familiares de Joaquín, el otro hijo, médico también, quien reside en los Estados Unidos.

Para sus nietos, Candita era simplemente «Nina», la abuela querendona. Los almuerzos y los postres elaborados con la complicidad de Julia, su hermana, constituían atractivos adicionales para todos. El apartamento que ambas compartían en un edificio de la Avenida Bolívar se llenaba de voces y aromas de la cocina dominicana en esos domingos estivales en que Marinito y Héctor almorzaban con ellas.

Durante años, la vida de Candita trilló los caminos de una soledad que sabía compensar con visitas a sus amigas de siempre, rodeada de familiares, o preparándose para la llegada de Joaquín. La muerte prematura de Sergio, hace unos años, la despojó de una alegría esencial que ya no pudo recuperar.

El paso del tiempo iba dejando sus terribles huellas en el cuerpo y el espíritu de esta mujer que me consideraba como un hijo suyo. Menguadas la sonrisa y la esperanza, la vi apoyarse en el bastón para hacer sus caminatas por los alrededores del edificio. Hasta que un día se negó a salir más y no quiso moverse de la cama donde quedó sembrada, ausente a ratos, pálida, muda, sin expresión.

La última vez que le oí una frase coherente fue para repetir una lapidaria sentencia de Julia: «Aquí, esperando la muerte», me dijo una mañana cuando le pregunté por su salud. Sus deseos de continuar en este mundo habían desaparecido.

Candita murió el primero de noviembre en la madrugada, quizás a la misma hora en que coincidencialmente mi reloj de pulsera se detuvo sobre la mesita de noche. Tenía 88 años y hacía tiempo que estaba dispuesta a partir al viaje definitivo.

En alguna parte, Héctor la espera con aquellos versos finales de su poema «Secreto». «Te he visto y te he sentido y te tengo/ en todo lo que los otros creen sin importancia,/en lo que no mencionan nunca,/en lo que he tenido que descubrir/para saberte junto a mí por siempre».

Querida Candita: descansa en paz.

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