Candy: «No echéis los santos a los perros, no vaya a ser que los despedacen», Jesús de Nazaret

Candy: «No echéis los santos a los perros, no vaya a ser que los despedacen», Jesús de Nazaret

Vive en un lugar llamado Capotillo, en la periferia de Santo Domingo, y dice llamarse Fanny.

Su madre está enferma. Fanny es la mayor de los cuatro de una prole de cuatro infantes.

De ojos grandes, pelo desarreglado, color de oro, piel acanelada por los reflejos del Astro Rey, todos los días la niña sale de esa comunidad urbana, donde la gente va y viene sin saber qué busca en este mundo agitado, para llegar hasta la avenida 27 de Febrero donde limpia el cristal de los vehículos a la espera de que un buen samaritano le eche algunas monedas en sus tiernas manos.

Está sola, desamparada, como aquella niña llamada Candy que despertó la compasión de muchos niños de nuestra generación a través del aparado de John Logie Baird, por allá por los años 80s.

Es una criatura indefensa lanzada a las fieras por la irresponsabilidad de algunos padres que no merecen ser padres amparados en la indiferencia de un Estado ficción.

A Fanny la encontramos mi compañera Rosanna y yo una tarde que se marcha muy triste, más triste y bulliciosa que como había llegado. Ella estaba en la avenida Máximo Gómez, próximo a la calle Juan Sánchez Ramírez, frente a una plaza comercial.

Escondía su rostro de cenicienta detrás de un poste del tendido eléctrico. De repente salió aprovechando la luz roja del semáforo y se acercó a un camionero joven, muy joven:

«Por favor, puede darme una bola hasta la 27 (de Febrero)…». Mi compañera, experta en el tema de protección de niños, niñas y adolescentes, me lanzó su enigmática y autoritaria mirada como buscando una autorización que de hecho ya estaba dada, luego miró hacia el asiento de atrás del jeep y a seguida comenzó a acomodar las cosas que allí habían.

«Ven, mi niña, sube», le dije, y la niña abrió la puerta con su manito y saludó con una ternura que trajo una tremenda nostalgia en mi alma campesina.

En ella vi a mi sobrina Mallita, a Crisaris, a Angie, a Melina, a Cristal, a Vanesita, a Estrellita, a Alfonsina, a mi hija Marien del Mar, y todas las niñitas de la familia que no pasan de los once años.

¡Oh Dios! ¿Cómo podremos construir un verdadero país si nuestros niños andan por ahí desamparados?

¿Cuál será mañana el futuro de Fanny?

Pasamos mucho tiempo en esta nación hablando de temas insignificantes y odiosos, mientras asuntos elementales como el de los niños que deambulan por las calles se tornan secundarios ante las miradas de indiferencia de una ciudadanía que al parecer nada les importa.

¿A dónde vamos a llegar si no nos importan los niños, si ya no creemos en el futuro de la República? ¿De qué sirven tantas leyes de protección a los infantes si no somos capaces de corregir los problemas de los niños que están desamparados?

Si bien es cierto que necesitamos un Estado verdadero que vele por la protección de sus futuros ciudadanos, también es cierto que necesitamos una conciencia nacional para acabar con la irresponsabilidad de muchos padres.

«Nula pena sine leges», dice una máxima del antiguo derecho romano. Y he aquí que clamo por una ley severa que castigue a los padres que no envían sus hijos a la escuela.

Necesitamos severas sanciones para los tutores que permitan que los niños anden por ahí deambulando, expuestos a la perversidad de mentes enfermizas.

De los asuntos positivos que se atribuyen al dictador Rafael Leonidas Trujillo Molina es el hecho de no permitir semejantes barbaridades en una sociedad que se pasea con un ridículo orgullo nacionalista.

Por ahí, por los niños, coño, comienza la patria.

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