Caprichos del despertar y fuerzas de fe

Caprichos del despertar y fuerzas de fe

Ciertas tempranas mañanas, cuando la acción de abrir los ojos a la luz de un día recién nacido pone otra vez en marcha el reloj de la vida –detenido transitoriamente por el misterio del dormir– el despertar me trae, por breves instantes, imágenes y escenas de tiempo lejano.

Caprichos del despertar, que desconozco hasta dónde puedan estar conectados con lo soñado la noche que se acaba de ir, porque los sueños no siempre permiten la gracia de su recuerdo, y las sombras que cubren lo soñado no permiten que se les relacione con lo sucedido cuando dormíamos.

En estos días, esos ingrávidos y elusivos sueños me presentaron la imagen de un anciano músico callejero, con el rostro cruzado de cuchilladas de tiempo sufrido y una espesa barba de pálido gris.

Me esfuerzo en que su imagen no se borre a golpes de cotidianidad.

Logro reconstruir el sueño y sus sensaciones.

Estoy en Londres. Con un viejo laúd desafinado, el anciano cantaba canciones irlandesas del dorado ayer en una esquina más de Kensington. Yo tenía mucha prisa y, distraído, pasé junto a él sin percibir la mugrienta gorra que yacía a su lado, pidiendo discretamente ayuda.

Algo me hizo mirar atrás. Me devolví con unas monedas en la mano. Era un compañero musical infortunado. Al inclinarme hacia la gorra, salpicada por unos cuantos cobrizos peniques, pasó por mi vista el laúd. En un discreto rincón de la tapa había una inscripción escrita con temblorosa mano. Decía: “Dios existe”.

Sentí un frío que me atravesó el cuerpo y unas enormes ganas de llorar.

Es que me he dicho muchas veces, en depresivos momentos en que todo se desdibuja para crear una neblina gris de impotencia en el espíritu: “Dios existe y me protege”. Y he encontrado el bálsamo de su protección.

Vi en su laúd un imponente canto de esperanza. Los ojillos fatigados del anciano no reflejaban amargura ni desconsuelo. Parecería que en el fondo, más allá, más atrás de sus ojos frágiles, brillaba una esperanza inamovible. Algo así como la inexplicable presencia del Creador.

Él era un himno a la fe.

Dichoso músico de calle que en su desgracia cuenta con tan dulce lenitivo, porque, ¡ay! de aquel que cruza solo “questa selva salvaggia ed aspra ed forte” (como escribió Dante que es la vida).

La soledad de andar sin fe ha de ser necesariamente horrenda.

Creo que quienes reniegan de Dios, el Creador (llámele como usted prefiera), en verdad viven en la continua ocupación de mantener silenciosas, o hablando bajo, las voces que insisten en que existe. Y lo muestran aunque no queramos aceptarlo, reconocerlo ni agradecerlo.

¿Qué no atiende lo que le pedimos? ¿Es acaso porque no nos escucha o no le importa lo que pedimos?

No.

Sólo el Creador sabe lo que verdaderamente conviene. No solamente lo inmediato.

Vivimos un tiempo medido. Un espacio, que tiene una razón anterior y posterior.

Estamos viviendo un intermedio inexcrutable.

Tratemos de hacer las cosas lo mejor posible.

 

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