Cara oculta de la violencia

Cara oculta de la violencia

TONY PÉREZ
Tras decenas de reportajes sobre los barrios de la Capital que me publicó Hoy a principio de este siglo, comentaba en la redacción y otros corrillos que la nuestra es una sociedad hipócrita y altanera que suele sacarle la lengua a sus miserias y para colmo tirarle encima un manto de plomo porque cree que ocultándolas dejan de existir.

Las historias desnudaban el creciente empobrecimiento que nos arropa por los cuatro costados y, sobre todo, la indiferencia absoluta del Estado que no proveé servicios básicos mínimos para la vida con dignidad, más la sordera de la otra sociedad dominicana chica que vive paralela y no quiere embarrarse de machepismo.

Como se ve, pusimos en primer plano una agresión sistemática de una parte de la población apegada al poder del dinero contra otra que está abajo sin los pesos para la comida del día pero que constituye poderosa mayoría.

Aunque un amigo periodista, poeta de una provincia oriental para más señas, me advertía sin tregua y con sonrisa socarrona que me olvidara de los pobres porque eso se pega, siempre le respondía que tal olvido podría ser fatal para todo el pueblo y que cada quien debería aportar para construir una sociedad que se sienta orgullosa de su desarrollo humano.

El haber vivido la experiencia del barrio hacinado hasta lo insufrible y abandonado hasta avergonzar; el haber nacido y crecido en Pedernales, en la frontera con Haití, me habían convencido de una sociedad en camino firme hacia la desintegración.

Le contaba al amigo que el hambre y el hacinamiento que acecha los barrios del norte, este y oeste de la ciudad provocarían oleadas humanas hacia el centro, mientras que subirían a su encuentro los niños, niñas y adolescentes que conviven con las ratas en los arrecifes del litoral sur, a un par de metros del boato del malecón.

Entonces, formarían un círculo de hierro hasta exprimir a los indiferentes.

Las denuncias contenidas en los reportajes movilizaron a algunas instituciones y motivaron comentarios diversos en parte del liderazgo comunitario y nacional. Pero fue insuficiente.

Todo pareció más operativo de emergencia que una respuesta a un problema estructural que exige atención integral y continua a través de políticas públicas.

El barrio no es asumido como un espacio vital donde la cultura nuestra se construye cada día y preservan con orgullo lo que hemos sepultado en los residenciales; donde pasar el café y la comidita calientes al vecino se resiste a la desaparición, igual que la solidaridad; donde el dominó en plena calle (no hay más espacio) amortigua la rabia que provoca la inequidad; donde aún amanecen en los velorios y lloran a los amigos; donde aún es posible vivir sin poses.

Al barrio lo asocian con un estigma que a veces ayudamos a construir los periodistas.

 El barrio es el pobre, el pobre es el holgazán, el delincuente, el violador, el ladrón, el matón, el loco, el enfermo, el corrupto, el preso durante 20 años por robarse un pollo.

Es todo, menos un espacio digno donde viven seres humanos.

Y así no podemos. Cierto que también es un escenario vulnerable, dado el abandono histórico que ha sufrido y que por las precarias condiciones materiales de existencia, su gente está expuesta a todo: desde el político que le cambia el voto por media botella de ron o una libra de frijoles, hasta el narco que en su yipetón le visita desde los sectores ricos y distribuye porciones de drogas entre jóvenes para integrarlos a su mercado y el poli que recibe a diario su peaje como chantaje. Es verdad que tiene su carga de violencia.

Pero es una violencia por contagio que le llevaron otros que no son pobres, aunque ello no lo excluye de responsabilidades.

Una violencia que de paso tampoco resolverá la Policía, aunque haya un agente y una cárcel por cada habitante.

Lejos de enfoques tubulares y politizados, la solución del problema debe ser integral. Un compromiso de todos, todas, porque la población general ha sido responsable por comisión u omisión. Y está en riesgo.

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