Más que para privación de libertad, la mayoría de los lugares que llaman «recintos penales» dominicanos no son más que corrales techados apropiados para bestias pero poblados de reclusos convictos y preventivos que las autoridades, que actúan «en nombre de la ley», mezclan deshumanizadamente.
Se diría que el Estado dominicano persiste, en contradicción con sus obligaciones de respetar la dignidad de los súbditos, en hacinarlos en las peores condiciones generándoles enormes daños morales y físicos tras haber contraído deudas con la Justicia o correspondiéndoles todavía la cacareada presunción de inocencia.
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Las agresiones del sistema carcelario a los derechos fundamentales que acompañan a hombres y mujeres desde el momento de nacer borran la frontera entre los encerrados y los encerradores. Ambos, confusamente, están allí traspasando los límites fijados por cánones de la existencia civilizada. Si el respeto al derecho ajeno es la paz, unos y otros resultan, a ambos lados de las rejas, enemigos del orden conveniente y la seguridad.
Las condiciones insalubres de penales, congestionados y sin camas, anulan la capacidad individual de protegerse de la violencia y violaciones sexuales que generalmente provienen de prisioneros de acentuadas inconductas. La inhumanidad manifiesta aleja al Estado de auspiciar regeneraciones para disminuir la presencia de la delincuencia que se acrisola en las celdas de horror antes de volver a la libertad.