Carga de la deuda

Carga de la deuda

PEDRO GIL ITURBIDES
El Fondo Monetario Internacional (FMI) nos aconseja reducir la deuda pública que pesa sobre el Estado Dominicano. Aunque parezca increíble, la recomendación, aplicable a toda forma de deuda pública alude, de manera principal, a la externa.

Esos compromisos, unidos a las obligaciones corrientes, agotan la Ley de Gastos Públicos. Erick Offerdal, representante residente del organismo, propone al Gobierno Dominicano encaminar acciones destinadas a disminuir el monto de estas acreencias. Pero es más fácil endeudarse que librarse de esa carga. Sobre todo cuando la proclividad al endeudamiento la alientan organismos multilaterales, bancos privados internacionales y funcionarios locales propensos a estas formas de financiamiento extraordinario del gasto público.

Recuerdo los años finales del período constitucional entre 1974 a 1978. Economistas asalariados, que tal vez miraban negocios y no al país, recomendaron el endeudamiento externo «para financiar el desarrollo». Al Presidente de aquellos días, Joaquín Balaguer, se le recriminaba debido a su inclinación al ahorro público interno en vez de a la contratación de empréstitos. Se le cuestionaba porque obvió las amplias posibilidades crediticias de la República, prefiriendo trabajar con recursos propios. Offerdal nos plantea, seis lustros más tarde, lo contrario.

Teníamos la impresión de que los más atildados economistas, los que han logrado guiar al país en la última treintena de años, seguirían recomendando la ampliación de la deuda. Después de todo, es mejor deber que empeñarse en el sacrificio del ahorro. Y esta premisa caló tan profundamente en el ánimo nacional, que ya nada se emprende, en materia de inversión pública, sin un alto componente de recursos externos. Negamos nuestra capacidad para lograr que el progreso tenga tintes locales. Nos hemos dicho que somos incompetentes para lograr que el país marche por su empeño.

Offerdal, por tanto, comete un grave error, que, si nos apuramos, podría costarle su puesto. Viene a contradecir estas políticas nacionales, tan avenidas a una modorra tropical que nos ha permitido vivir en la satisfactoria pobreza con que siempre nos hemos contentado. Porque, conviene decirlo, buena parte del servicio de la deuda es un gasto corriente. Que sumado al desparpajo con que botamos recursos en gastos operacionales, no queda ni un chele de los de palmita para impulsar el desarrollo. Así hemos vivido, y así nos sentimos satisfechos.

¿Debemos, por consiguiente, atender la recomendación de Offerdal y establecer programas combinados de ahorro público, creación de riquezas por el crecimiento pleno de la producción primaria y transformada, e impulsión a las exportaciones? Este sería el ideal, pues si bajamos las obligaciones de pagos al capital y los intereses de la deuda externa del 45% al 30%, sobrarían unos chelitos para estimular inversiones. Pero esta es tarea imposible bajo las políticas seguidas por los gobiernos nacionales de los últimos años.

Éstos han sido gobiernos para el gasto ligero y dispendioso. No para el ahorro y la inversión. De ahí que puedan hablar, tal cual se hace en la actualidad, con la misma ligereza con la que botan los recursos que captan por impuestos, de un crecimiento económico que nadie percibe. Por lo menos, es un crecimiento que no se traduce en bienestar y satisfacción colectivos. De ahí que nos resulte extraña la recomendación de Offerdal. Pero sobre todo, imposible de alcanzar como meta, bajo administraciones en las que no parece existir una política del gasto público dirigida a generar desarrollo para la Nación.

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