A Carlos Piantini me unía el clan sancarleño. No importaba si en algún momento existiese una diferencia de edad entre nosotros. En el viejo San Carlos, (el eterno San Carlos) todos éramos uno, como los Tres Mosqueteros del Rey. Al querido compañero de estudio universitario de mi padre, un sancarleño a quien sólo le faltaba ser escogidista para serlo de cuerpo entero, Dr Luis Rafael Hernández gustaba decir y sabía porqué lo decía que San Carlos es un pueblo aparte. Y, ciertamente, lo era antes de que comenzara agonizar con las emigraciones y la remodelación de barrio luego de la Revolución de Abril.
Como la antigua Roma, erigida en lo alto de siete colinas donde soplaba perenne aire puro y fresco, al oeste de la capital nació San Carlos, fundado por los canarios o isleños llegados en las postrimerías del Siglo XVII. La barriada isleña, no obstante haber pasado a formar parte del complejo urbano de Santo Domingo, como afirma Hoeting, conservó su propia identidad: geográficamente, por quedar fuera de las murallas; jurídicamente, por tener su propia jefatura comunal, Ayuntamiento y Alcaldía y Oficina Civil, y socialmente, por disponer de su propia escuela y su iglesia de mampostería a la que bautizaron con el nombre de su Patrono, San Carlos Borromeo, construida justo al lado del sombreado parquecito y su atractiva glorieta donde retozaban los niños, hacían rondas los jóvenes y se paseaban los domingos las damitas casaderas, oteando su futuro conyugal.
Y todos juntos, niños, jóvenes y adultos, compartían sus tradiciones alegremente, las hermosas alboradas, las arepitas de burén, el té de jengibre, calientito, renovadas cada dos de febrero consagrado a la Virgen de la Candelaria. Esa pequeña comunidad haría historia por su laboriosidad y por los prohombres que la prohijaron, incluyendo el primer contingente de vecinos que se dio cita el 27 de febrero al tronar el cañonazo de Mella, comandado por el intrépido Eduardo Abreu en honor a quien lleva su nombre el parquecito de San Carlos, bautizado con olor a patriotismo.
La primera inmigración fue predominantemente canaria, seguida por otra, la del Siglo XVIII, integrada por hombres y mujeres igualmente trabajadores y honestos, que pudieron asentarse en colonias agrícolas y desarrollar extensos campos de caña, origen de los primeros ingenios, extendiendo considerablemente su demarcación, pero sin perder su homogeneidad, sus sanas costumbres y su rancio sentimiento comunitario. Su sentido étnico y cultural.
Esa legión de isleños, se diseminó por otros poblados: Samaná, Sabana de la Mar, Monte Cristi y Puerto Plata y, por el sur, Baní, los siembra hielo, hábiles comerciantes de elevado sentimiento gregario. A finales del Siglo XIX y comienzo del Siglo XX, otras familias de apellidos extraños, se mezclaron con los sancarleños y se compenetraron tanto con su sentir y su autenticidad que parodiando a Facundo Cabral se diría que ser sancarleño, era un signo de identidad personal.
Esa impronta quedó magnificada en una serie de personajes ilustres: los Dargam (César y Miguel); los Purcell (Nabito y Pedro Pablo); los Piantini ( Miguelucho y Julio Alberto) y tras ellos y por encima de todos, de una saga impresionante, la presencia y la prestancia del Insigne Maestro, Carlos Piantini, que llegaría a ser la más excelsa luminaria del fascinante mundo de la música, de relieve internacional, destacándose en los más exigentes escenarios como Director de Orquesta Sinfónica, luego de ser primer violín bajo la batuta del legendario Leonard Bernstein.
Los que alentaron al pequeño Carlos, introduciéndolo al mundo musical, atentos a sus inclinaciones, su padre y primeros profesores, pudieron notar su pasión por la música, acompañada de una disciplina ejemplar que le duró toda la vida y que se revela a edad temprana durante las largas y duras faenas de los aburridos solfeos, los agotadores ejercicios, bajo supervisión tenaz de sus tutores que no tenían ninguna duda de su definida vocación y del extraordinario talento en ciernes de quien sería conocido a la edad de 7 años como el niño artista.
Sus propios compañeros observaban como cosa rara, esa tonta afición por la música, en tiempos donde padres machistas alentaban a sus hijos a ser hombres; a practicar deportes, entrenarse en juegos rudos, estar en jolgorios y enamorarse, no perder su tiempo en cosas sin futuro, de vagos, pues tocar piano, violín o cualquier instrumento musical, pensaban, solo servía para animar veladas infantiles, en escuelas y colegios, eventos sociales, o tocar en los desfiles de la banda municipal de los bomberos.
Lejos estaban los que eso creían que este niño superdotado, llegaría a tocar y dirigir las mejores orquestas del mundo, tutearse con las grandes estrellas y colocarse en lo alto del parnaso junto a los grandes compositores y directores de orquestas, gracias a su carisma personal, su extraordinaria capacidad interpretativa y sensibilidad poética, dotado de una vigorosa vitalidad que, batuta en mano, en cada presentación, desde el podium, le trasmitía al auditorio el éxtasis de la música, el lenguaje de los acordes, el candor de las melodías y a los músicos y profesores bajo su dirección, su emotividad, su entusiasmo, su propia pasión, que haría de cada gala de presentación una fascinación inolvidable.
Cuenta la historia que, el debut en público del pequeño Carlos lo fue en un concierto celebrado en el Ateneo Dominicano bajo la dirección del Maestro Willy Kleinberg donde participaron ocho talentosos alumnos de su Academia, quien lo elogiara con enaltecedoras palabras dedicadas al pie de una foto del Maestro (1938-1942). Su primera presentación como solista, a la edad de 14 años, la hace en Baní, y el 24 de julio de 1963, después de un largo periplo exhibiendo su arte en playas extranjera, acumulando experiencias y conocimientos bajo los más exigentes maestros y directores de orquesta, Carlos debuta como Director de Orquesta Sinfónica Nacional, en el Aula Magna de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.
Su carrera de éxitos no se detiene. Con el paso de los años se acrecienta y es requerido y se pasea de la mano con las más relevantes personalidades del bel canto, con los más virtuosos solistas, insignes maestros y consagrados compositores que encuentran en este ilustre artista, en este eximio Maestro, un igual entre sus iguales, un conocedor profundo del mundo orquestal, fiel intérprete de la música de todo género, vernácula, sacra, sinfónica, operística, de todo el campo lírico musical, un reputado artista que domina a la perfección el difícil y elevado arte de saber conducir y llegar hasta el alma del oyente, de su público, genuinos sentimientos, emociones y placeres espirituales perdurables.
Quien alguna vez vio a Carlos Piantini batuta en mano, no lo olvida. Sería prolijo enumerar los reconocimientos, loas, galardones, premios, homenajes y tributos que en vida le fueron dispensados. Nada, sin embargo, envaneció el carácter afectivo, generoso y el alto sentido de humor de este gran hombre. Carlos Piantini siempre fue el mismo. Fiel a su origen y a su estirpe.
La vez que mejor comprendí su fina sensibilidad social, su empeño porque sus muchachos tuvieran mejores facilidades y remuneración y que la música de los grandes autores de los distintos géneros del rico parnaso musical fuera difundida y disfrutada por los sectores populares, aquellos que no habían tenido la oportunidad de acceder a los grandes escenarios, ni entender el mensaje subliminal, a ratos revolucionario, de los más grandes maestros e intérpretes, o disfrutar de la magia exquisita del sonido y de los silencios, el acompasado y excitante ritmo de la buena música, la dulce cadencia, la tierna melodía, el fuego y la pasión de drama de las grandes obras , se puso de manifiesto acudió a mi despacho, lleno de optimismo, en busca del respaldo y ayuda logística que le permitiera llevar a la OSN a los barrios populares y cumplir un intenso programa que junto con la soprano Ivonne Haza, entonces Directora del Teatro Musical había elaborado, para disfrute de todos los oídos con deseos de escuchar y aprender.
Lo recibí como un regalo del cielo. Se trataba de un sueño compartido, de una buena y noble causa con la que ningún sancarleño de aquella estirpe podía rehusar, orgullosamente identificados y gratificados con su maravillosa amistad.
Como hijo de San Carlos, más que como diletante de la buena música, seguí su carrera, disfrutando de cada uno de sus triunfos. Por toda compensación, encontraba siempre abierta su sonrisa y las puertas de su corazón que se estremecía y me hacía estremecer en cada encuentro, donde afloraba el consabido saludo fraterno, con lo que quedaba dicho todo: ¡Viva San Carlos! Y si el tiempo nos daba, rompíamos a hablar de Mañiní, del Padre Miguel, del cine Paramount, de los viejos amigos del parque y hasta de Mañícola.
Por eso Carlos Piantini, el amigo, el Maestro, el ciudadano, quedará para siempre, sin despedida.