Alguien dijo: Los dominicanos tienen “alma de carnaval”. Aunque para cualquiera que se respete la frase es un insulto, la misma parece aludir solamente al lado divertido del asunto. Carnaval, según la etimología significa “carne a Baal”, un dios pagano, o “adiós a la carne”, antes de las abstinencias de cuaresma. Es una celebración de la carnalidad humana, que en este país se mezcla promiscuamente con la cuaresma y las conmemoraciones patrias.
El carnaval se caracteriza principalmente por los disfraces, una suerte de desdoblamiento esquizoide de la personalidad, como quien se convierte en otra cosa, en alguien o algo que no se es, pero que expresa emociones, impulsos y sentimientos instintivos que la sociedad y la condición personal de su rol y estatus no permiten que sean expresados histérica y desaforadamente. La máscara y el disfraz permiten, por ejemplo, que una persona cuya vida transcurre con moderación y comedimiento, se convierta momentáneamente en alguien licencioso, disoluto, fuera de las reglas de su cotidianidad. El psicoanálisis y los psiquiatras deberían ponerle más atención a estas manifestaciones, aun cuando mayormente los dominicanos se limitan a ser tan solo espectadores en estas celebraciones, muchos con la natural curiosidad de ver un espectáculo pintoresco cargado de tradición y folklore, a la vez que sirve de desahogo y oportunidad de participación social simbólica, especialmente, porque muchos de los “actores de comparsas” pertenecen a sectores socialmente aplazados. Esto último excluye a los que forman parte de la estructura formal del negocio y del acompañamiento y apoyo de las autoridades a dicha festividad popular, por medio de alcaldías y ministerios de Cultura y Turismo.
Las máscaras en sí mismas son expresión de instintos reprimidos, de fiereza y animalidad, de agresividad y odio, de emociones y sentimientos lascivos y depravados retenidos en el inconsciente de multitudes con gran diversidad de frustraciones. Todo como un juego de simbolismos, que en países como el nuestro pasan por inocentes y pueriles.
Las comparsas hacen críticas al orden establecido, al gobierno, a políticos y figuras de notoriedad social.
Son muy populares los “demonios” y “diablos cojuelos”, que en décadas pasadas llegaron a escenificar enfrentamientos cruentos, con foetes y armas blancas. Repartiendo vejigazos con sus caras endiabladas que evocan a seres mitológicos, que no teniendo poder real sobre los humanos, fingen una temeridad y una beligerancia que no pasan de asustar a los niños y a los que no saben que satanás no tiene poder más allá del que uno, por temor o complicidad le confiere. Muchos religiosos entienden que el carnaval es un culto demoníaco, y un sacerdote muy respetado en La Vega ha denunciado y mostrado jóvenes que testimonian la intervención de sectas satánicas en estas fiestas.
Con todo y lo divertido que parezca, tal vez esta celebración no del todo inocente, menos aún si se contabiliza todo el alcohol que se consume, el negocio de patrocinadores y organizadores y, sobre todo, la reducción de las fiestas patrias a una versión disipada y alienada de lo que debe ser una celebración digna de nuestras efemérides.