Carretera a Santa Fe

Carretera a Santa Fe

Santa Fe siempre me sonó asociada a las novelas de vaqueros de Clark Carrados y Marcial Lafuente Estefanía, como también a las películas del viejo Oeste norteamericano, a las series de Wyat Earp, Bonanza y Bat Masterson. La primera vez que visité Santa Fe tenía la seguridad de que encontraría caballos atados a las talanqueras de los «saloons», de la barbería y de la oficina del sheriff. Era la época máxima del azúcar: 1973, y la danza de los millones se bailaba a todo volumen.

Aunque eran los ingenios los productores de la riqueza azucarera en éstos no se habían operado grandes cambios desde los años cincuenta, cuando fueron construidos a la imagen de una especie de principado donde el nivel de clase social estaba representado por la casa en donde se vivía: el administrador, en la gran casa señorial rodeada de prados verdes y altos árboles al estilo de las plantaciones algodonales del Sur norteamericano. Los empleados inmediatos a la administración vivían en casas sólidas, de columnas y columnatas romanas y corintías. Los empleados medios ocupaban casas de buen ver y mejor estar, pero los obreros ya eran otra cosa, sus casas eran las construidas con sus propios medios. Y finalmente, en el extremo de esa cadena social, estaban los braceros haitianos, ocupando barracones de madera y en condiciones sanitarias deplorables.

Los administradores eran por los años 50 y 60 en todos los ingenios gente que sabía de la producción azucarera, pero ya a mediados de los 70 iban siendo sustituidos por políticos del Partido Reformista que no distinguían entre rendimiento y pureza del guarapo, ni siquiera imaginaban qué ocurría en los tachos, y para quienes el polarizador en el laboratorio era un objeto oscuro y misterioso para adivinar qué tan dulce era el jugo de caña del molinillo de muestras para llevarse un galón a casa.

En Santa Fe, como en los otros ingenios, los técnicos azucareros iban y venían de un país a otro, como asesores, fijos a veces y otras de paso. En cambio, los empleados de jerarquía eran permanentes, y sus cargos eran heredados por los hijos. Igual ocurría con los empleos de factoría, transportación, almacén y laboratorio. En cuanto a los braceros haitianos, confinados en sus barracones de bateyes y en último lugar de la cadena, nunca se sabía si estarían en la próxima zafra o si morirían junto al tiempo muerto de verano. Eso nunca importó a los ingenios.

Como ciudadela de fasto se levantó Santa Fe, creyendo sus habitantes de la época de oro y la danza de los millones que el imperio del azúcar era eterno y que los dominicanos teníamos por el cogote a los dependientes del dulce.

Derruída la mole azucarera, los santafenses (¿será ese su gentilicio?), principalmente aquellos cuyos oídos todavía recrean los ruidos de los molinos, las locomotoras, las calderas y la sirena, dudan de si lo que viven es la realidad o una pesadilla cuyo nombre aún está por escogerse entre tres: privatización, globalización o modernización del Estado.

[b]¿Se convertirán en ruinas?[/b]

Como ocurrió con todos los imperios erigidos por la humanidad, es posible que las edificaciones de Santa Fe se conviertan en ruinas. La pobreza que va adentrándosele a paso rápido amenaza con incapacitar a sus pobladores hasta en la posibilidad de reconstruir las edificaciones en las que viven. Recientemente una o dos de ellas fueron repintadas para la filmación de algunas escenas de la película «Perico Ripiao», pero no más de ahí.

La arquitectura de Santa Fe guarda mucha información relacionada, principalmente, con la historia final del siglo 20 dominicano. Las muestras todavía en pie de partes del ingenio comienzan a presentar debilidad. Algunas, como una de las chimeneas, colapsaron por el descuido y el embate de los vientos.

Lo que no se ha descuidado es la avaricia. Ya muchas zonas que fueron plantaciones de caña han sido ocupadas por «urbanizaciones» de casas de bajísima calidad sobre terrenos negociados a «precios de vaca muerta» y al son de la música de la privatización y la modernización del Estado.

Teniendo a San Pedro de Macorís tan cerca, los habitantes de Santa Fe tienen una vinculación económica con ésta que les ha permitido quedarse en sus casas y no emigrar lejos, aunque algunos ya lo hicieron.

Si la Oficina de Patrimonio Cultural pudiera ocuparse un poco de la parte cultural de la industria azucarera, de seguro que algún plan se les ocurriría para garantizar la permanencia de estos inmuebles testigos de una riqueza que quizás si seguimos por estos mismos rumbos no podremos volver a alcanzar.

[b]Un buzón atestado de recuerdos[/b]

No sé si habrá sido por efecto del viento o porque realmente en su interior viven miles de recuerdos de cartas, mensajes, ordenanzas y felicitaciones de Navidad. Pero al acercarme a este buzón de una de las casas antiguas a hacerle la foto, pude oír una cantidad inmensa de voces muy bajas que se entrecruzaban violando espacios de tiempo, de décadas enteras, como perdidas, inconclusas o sin respuestas.

Algunas voces daban órdenes tajantes como látigo de boyero, otras eran tímidas confesiones de adolescentes. Algunas se identificaban como cartas familiares venidas de más allá del mar, probablemente de la época en que la casa era ocupada por asesores o técnicos extranjeros. Quizás fue a causa de la presente época navideña, pero se imponían sobre el fragor de las misivas cotidianas y de oficina algunos mensajes de felicitación de Navidad, la mayoría en inglés, tan nítidos que sus sonidos reflejaban letras de arabescos dorados con un «Seasons Greetings», una «Merry Christmas» o un elegantísimo «Noel», todo sobre nevados paisajes y ríos congelados aprovechados para patinar.

Pero los susurros más dulces dentro del buzón correspondían a cartas de amor, unas frescas, otras abiertas, otras furtivas como de amantes secretos. Y no faltaron los mensajes tristes, aunque pocos, pero de hálito frío que por momentos exhalaba la ranura del buzón.

Tampoco faltaron los números. Cantidades enormes de cifras se agolpan en su interior colmando las esquinas bajas de su fondo, como pesados guarismos que al volverse rojos con la debacle del azúcar ayudaron a la oxidación del buzón.

No quise quedarme a oír más. Las cartas cuyas voces aún habitan dentro de un buzón tienen una peligrosa fuerza de atracción que pueden fácilmente trasladar a una persona al pasado, aunque fuese mejor. Además, tenía todavía muchas fotos por hacer, y ese buzón estará ahí por mucho tiempo, esperando por cualquiera que quiera acercarse a oír sus mensajes presos para siempre.

[b]Una necrópolis moderna para una ciudad muerta[/b]

Santa Fe pudiera calificarse como una ciudadela muerta si de economía local se tratase. Pero lo más paradójico de Santa Fe es su cementerio, la única «necrópolis» llamada como tal que he conocido en el país.

Con un diseño modernísimo en su fachada, la necrópolis de Santa Fe no tiene nada que ver con la antigua arquitectura de la exciudadela azucarera. Enorme, en comparación con Santa Fe, imagino que la estarán utilizando también los difuntos de San Pedro de Macorís, quienes deben sentirse honradísimos con que se les hayan destinado un espacio en tan moderna edificación mortuoria.

Sería interesante saber de quien fue la idea de llamarle «necrópolis» a este cementerio. Es posible que tuviera en mente también hacer de Santa Fe una «metrópolis», edificar una zona en piedra y llamarle «petrópolis», y un área residencial llena de pinos y colocarle el nombre de «pinópolis», y hasta entrenar no peloteros, sino corredores de autos de carrera para mandarlos a Indianápolis.

Y ojalá se le dé, y Santa Fe vuelva por sus fueros y recobre su brillo de antaño. Por lo menos fe tiene, esperanza también (aunque no santa) quedará en sus habitantes, y caridad puede depararle el destino.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas