Carta a los lectores

Carta a los lectores

ROMA, It., UE Queridísimos lectores, muy especialmente a los que, lejos de enriquecer nuestros escritos aun con su más férrea oposición a nuestros puntos de vista, se dan a la tarea de enviarnos mensajes llenos de insultos personales, evidenciando una rabia absolutamente sin fundamentos, ya que quienes escribimos no les costamos nada en el plano material y su tiempo leyéndonos solamente lo pierden si quieren, bueno, pues, a todos y a todas:

No sé a cuántos de ustedes, pero a mí, casi todo lo positivo que me ha llegado en la vida, me ha llegado de manera fortuita. Si decidiera incluir en ese inventario el hecho de disponer de un espacio en los medios de comunicación, tendría que darle el primer lugar en términos de accidentes felices, porque era lo que menos me habría imaginado y ya ven, llevo más de diez años en esto, lo cual, aparte de criar a mi hija, es en lo que más tiempo he durado y ustedes no tienen idea de lo que eso significa, ni encuentro la forma de contarles todas las circunstancias.

En estos momentos, a la altura de mis cincuenta y dos años y tan sin nada como cuando me tocó asumir todo el peso de mi vida, por cierto muy joven, siento una imperiosa necesidad de reorientarme. A sabiendas de lo que ello representa para mi maltrecha reputación, estoy a punto de echar por tierra algo que me costó mucho conseguir y mantener por casi dos años, peor aun, que hasta hace muy poco pensaba dedicarle lo mucho o poco que me quedara de fuerza de trabajo.

Sin embargo, como ya debo haber escrito millones de veces, no hay peor dictadura que aquélla a la que pretenden someternos las personas que nos rodean, mientras más de cerca peor. Y yo, mientras más envejezco, menos obligada me siento a soportar las mezquindades, las pequeñeces, las ruindades, las bajezas de los demás. Me niego rotundamente a hacer ni media cosa más partiendo de que debo dejar contenta a otra persona, cuando menos evitar a todo costo disgustarla. ¿A santo de qué?

He repetido hasta el cansancio que el gran problema de la franqueza es que todos la disfrutan mientras no parezca rozarlos, aludirlos. Y, la verdad, he enarbolado mi frontalidad como el don más precioso que pueda mostrar, pero, por un lado, no está siendo valorado con una justeza que se asemeje al esfuerzo que me cuesta mantenerla sin flaquear y por el otro lado, para poder conservarla estoy requiriendo alejarme de la hipocresía, de los intereses de gente dispuesta a llevarse de encuentro a quien sea y de otros factores que dificultan mucho la convivencia y que, de seguir en esos ambientes, antes de darme cuenta, terminaría empujada a hacer lo mismo que hacen los del entorno y que tanto he criticado en la vida, entonces terminaría demostrando que, después de tanto joder, no hay diferencia y quedo peor puesto que los otros al menos no se han molestado en manifestarse en contra ni en privado, porque es muy cómodo aceptar que «las cosas son así y debemos pensar en nosotros mismos».

A muchos de ustedes les debe haber ocurrido, digamos en el plano amoroso, que alguna relación en la que nos hemos sentido realmente queridos, verdaderos objetos de deseo y de pasión, se ha terminado por factores externos muy, pero muy inferiores si se miden con todo lo que hay dentro de la relación en sí. En lo profesional, es mejor ni hablar de los extremos a los que llegan las rivalidades, lo lastimoso que resulta que un jefe se deje envolver por la mediocridad, la podredumbre, precisamente de los menos idóneos. Ya he visto esa película tantas veces, que ni me molesto en contarla más. Porque, entonces, cuando quieren salir de uno, las propuestas, aun las que lucen mejor intencionadas, son indecentes, asquerosas, para que quedemos todos iguales y una pierda su derecho a criticar.

Si hay algo que detesto decir en la vida es «yo creía». Esta vez, no lo digo más. Declaro públicamente que no pensé nunca que las cosas serían diferentes como por arte de magia por el simple hecho de que yo fuera parte de ellas. Pensé, pobre de mí, que me vería tan deslumbrada por una nueva vida que me olvidaría del resto, de todo lo que habían sido mis normas, mi línea de pensamiento, mis convicciones. Decidí ser como los demás, para vivir como los demás, para ser feliz como me lucían los demás, para aparentar ser íntegra, honesta, siéndolo apenas mínimamente. Pero, qué va. Ni siquiera digo que no pude. No me dejaron. Es irrefutable el argumento de que no tengo porvenir en este oficio, aunque los motivos de quien me convenció no coincidan ni remotamente con los míos.

Este espacio me ha convertido, a los ojos de unos, en un ser temible, por indiscreta (en esa categoría cae la difusión cuando nos afecta desfavorablemente); a los ojos de otros, en un ser despreciable, por ambivalente (hay quienes no entienden que se pueda ser parte de algo y no estar de acuerdo con el modus operandi, porque no se les ocurre que eso pueda cambiar, mejorar). Fui tan ilusa que pretendí salir ilesa, en aras de progresar. Me comí uno de ésos que ustedes saben, de los grandes, un submarino, con catchup y su poca de mostaza.

En nombre de todo el gusto que se han dado conmigo, mayormente con mis estrepitosos fracasos, les pido tanto a quienes me han demostrado cariño, a quienes aun sin estar de acuerdo conmigo me han respetado, como a aquéllos que no pierden ocasión para barrer el piso conmigo, que me den unos días de respiro para dar un nuevo rumbo a mi vida, para procurarme un estilo que me permita la seguridad de cubrir mis necesidades materiales tomando en cuenta el Estado del que ni sabemos si somos parte integral y disponer de tiempo para hacer cosas que me gustan que, total, ni son tantas, ni llevan tantos requisitos, una de ellas, ponerme a leer para mejorar la calidad de mi escritura, no necesariamente para seguir escribiendo artículos.

Me disculpan, pero no me veo a estas alturas del campeonato metida en los bochinches pre electorales, atacando a un candidato y apoyando a otro para que me deje en el servicio o me nombre en algo mejor. Eso, como muchas otras cosas, lo tengo muy al menos. No se preocupen. Sabrán de mí, pronto. Soy adicta a estos 6,000 caracteres. Mientras, sigo en cosette@telepolis.com, como dice el genial «Adc» de Diario Libre, lejos de aquí.

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