Carta a Narciso González

Carta a Narciso González

No hay historia muda, hermano. Ni siquiera en un país que ha vivido en un estado tan alarmante de perpetua mentira, la vida puede tejer otro tipo de coartada. El poder tiene el privilegio de construir el olvido, puede sacralizar a los canallas, hacer señor al corrompido, pero no nos puede imponer la resignación.

Ahora, los que se nos han podrido en el camino, dicen que te suicidaste. ¡Oh, Dios! Quienes te conocimos, quienes durante más de dos décadas compartimos labores magisteriales contigo, y te vimos cruzar el camino como si fueras el portador de una nueva anunciación, sabemos que ningún espectro de la muerte nublaba tu visión de la vida, porque la muerte es apenas el acto inmóvil, el escudero de la nada;  y tú eras estremecido vocero del vivir, látigo de las inequidades, cuerpo de los ideales de redención más enérgicos y decididos.

¿Qué es lo que hemos soñado, finalmente? ¿Cuál es el abono al que tu muerte se suma? Únicamente nos hemos refugiado en el rebelde gesto de pedir la justicia. Un país de solidaridad, con instituciones, sin políticos corruptos, con pan, libertad y trabajo.  Ese fue tu sueño. ¿Quién no te oyó discursear en la Universidad  tejiendo siempre una alegoría de la justicia?  ¿Los que leyeron tus décimas, tus versos que eran la queja del pueblo, no recuperaban airados el destino trágico de los hombres y las mujeres perdidos en el abismo de una historia nacional que había masacrado la esperanza?

Le hemos silbado a nuestra inocencia. Y en el obsceno destino en que día a día nos descubrimos, volvemos los ojos al reencuentro de la adolorida memoria de las grandes pérdidas. Todos nos hemos quedado como saliendo de un trueno, mientras la realidad escarnece los sueños. Es por eso que esa canalla dice que te suicidaste. Todo se compra y se vende. Nos atosigan con las necesidades materiales, nos persiguen con la exclusión, para colocarnos frente a ese compromiso entre la libertad y la duda. Nos piden la desmemoria, como si debiéramos avergonzarnos de nuestros viejos combates.

Recuerdo aquella noche en que los “paleros de Balᔠasaltaron la peletería de tu padre, en Villa Consuelo, incendiándola para aterrorizar a los antitrujillistas, al final del régimen. Esa canalla que se ha podrido en el camino no sabe que tus luchas vienen desde ahí. Aún veo tu rostro iluminado por la llamarada, y pienso que todavía la perversión y la muerte nos circundan.  ¿Es que debemos reducir a cenizas cuatro décadas de historia carnicera?  La injusticia es como el ala de la fatalidad, vuela y vuela y se transforma, cambia siendo la misma.

En esta época en que la pequeña burguesía ha naturalizado su aislamiento, su individualismo; y esa canalla pagada vocifera que te suicidaste, y no flota un solo trapo sagrado sobre la patria; es bueno recordarles  que un hombre como tú se realizaba socialmente en el otro.  Maestro siempre, tu vida, tu palabra, eran un juego de espejos de tus trajines justicieros, de tus sueños de igualdad, de tu discurso iracundo contra la injusticia. Y que tu opción era la vida. Por eso no te quedaste nunca estacionado en el miedo, y te convertiste en el último mártir de la intolerancia del autoritarismo.

Y ahora,  la idea es desdibujarte contra el tiempo. Desacreditarte, desvirtuar la turbación monstruosa que produce la mano asesina que golpea, y luego se hunde en la sombra. Algo que esa canalla que se ha podrido en el camino no logrará.  Porque no hay historia muda, hermano. En las crispadas manos del pasado están los más vivos retablos de  cuánto quisimos ser. Nuestra intemperie no es la inmovilidad de la nostalgia, y toda nuestra amargura es lo que nos deja ver ese espejo obligado del presente, en el que todo se ha degradado.  Pero, como no hay historia muda, y para que esa canalla pagada lo recuerde, te escribo esta carta, hermano.

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