Carta a un extraño

Carta a un extraño

“Mi hijo Alejandro, murió de 11 años, como verán no tengo tiempo para juzgar a nadie por lo que haga o deje de hacer, como solía hacer antes: apuntar con el dedo quien está mal o quien está bien, ahora soy un buscador de razones para sonreír y justificar mi existencia, me toma mucho tiempo todos los días coser la herida para que el dolor no salga disparando amargura a la vida de nadie, lo hago en homenaje a mi pequeño hijo que vivió una vida donde siempre quiso hacernos reír a todos, por él trato cada día que sale el sol hacer el bien a los demás, después de todo el coraje es salir adelante a pesar del dolor. Elijo todos los días ser valiente en vez de ser juez».

Algún padre dejó esta nota en una calle de Madrid, con la esperanza de que un extraño la encontrará y le sirviera de algo; pienso. La encontré yo sin haber ido a Madrid, me llegó a través de Beatriz, una hermana que nos regala la vida.

Enterrar a un hijo, no sé que será, ni quiero saber, pero tal vez sea algo como un dolor que se instala en nuestra casa y no se muda nunca más. He vivido muchos episodios en mi vida donde he juzgado a personas cercanas: familiares, amigos y otras personas que no concozco tanto, creyendo tener yo la verdad absoluta. He reclamado cosas como facturas emocionales, disparates como “yo que hice esto por tí…y sin embargo no he recibido de ti lo mismo”. Locuras que expresamos, paridas por nuestras expectativas. Nosotros y nuestro ideal absurdo de justicia, siempre con la balanza inclinada curiosamente a nuestro beneficio, porque somos los buenos, según nuestro ego.

Cuando he juzgado y he reclamado sé que he estado equivocada, pero no porque esté mal sino por lo triste y miserable que me siento. El Dalai Lama dijo una vez: «no debemos juzgar bajo un juicio moral donde somos los jueces con la vida perfecta, debemos distinguir las cosas por aquellas que nos hacen felices y las que no, es así como debemos distinguir lo bueno de lo malo, porque nuestra verdadera naturaleza es el amor pero el ingrediente necesario para amar de manera genuina es la aceptación incondicional mientras más pronto nos demos cuenta más serenidad y armonía tendremos en nuestra vida».

El día que recibí esta nota mi hijo Miguel de 13 años llegaba de Rancho Platón (un paraíso ubicado en el mismo Paraíso de Barahona), se pasaba allí más de 20 días, en plena naturaleza, cuando le pregunté que había aprendido, me respondió esto  «lo importante es estar en armonía con los cambios que la vida nos da, como mi abuela Adriana, que por la quimioterapia perdió su cabello pero no deja de sonreír, y saber que nuestros actos tienen consecuencias que debemos asumir sin responsabilizar a otros”.

Nadie conoce lo que la otra persona vive. No sé quien escribió la nota en Madrid, pero me dejó el corazón sin sitio porque tal como dice Eduardo Punset “la condición inexcusable para ser felices, es tener la sensación de que controlamos nuestra vida. Pero ese control llama a conocernos con todo, incluyo eso que no nos gusta de nosotros” y yo agrego la armonía viene de amar sin expectativas, de no juzgar y tener la aperturar de no separarse del resto por una falsa sensación de superioridad, y como dice mi hijo estar en paz con los cambios, que es lo constante, parece que lo sabemos pero lo olvidamos.

Todos seguimos teniendo la sangre roja y guardando muy dentro el mismo propósito de ser felices, tal vez el control es saber que el control es una ilusión y que amar es una materia que tarde o temprano tendremos que aprobar con una herramienta emocional necesaria: la aceptación incondicional, porque la vida sigue teniendo su propia agenda. !Namaste!

 

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