Carta contra mí mismo

Carta contra mí mismo

Cuando mi madre murió tenía cincuenta y dos años. Yo soy ahora más viejo que mi madre. Y si viniendo de la calma de las raíces volviera al mundo de los vivos, y yo me la sentara en las piernas con desconsuelo, podría aconsejarle  como ella hacía con el niño que yo era.

Ahora soy más viejo que mi madre.

He vivido como cualquier criatura  y no tuve deseos irrealizables, pero a veces me hastía la ingenuidad de la metáfora de la historia repetida de este país,  que nos hunde de manera irremediable en el fracaso y la frustración. ¿Cuál es el grito que le puede permitir a un “escribidor” partir con su inutilidad a pacificar su alma? ¿Qué puede un poeta decirle a una sociedad maniatada por la miseria material y la miseria moral, que apaga los fueguitos del alma desbordando el cerco esquivo de su vida interior? ¡Oh, Dios, siempre orillamos el derrumbe!

El caso es que nos jodieron. Ahora resulta que no importaba, después de todo, que el orden fuera un poco brutal o un poco ciego, porque el poder justifica en sus banderas el rigor de la arbitrariedad, la corrupción y la muerte, por la santidad de aquellos a quienes abrumaba. Así, esta sociedad ha perdido del todo el dominio de sus desventuras. Y siempre estamos inmersos en el gesto de vivir  la última degradación de la historia. ¿Joaquín Balaguer no parecía ser el  espanto final de la historia nacional? Balaguer era una  antigualla sin ningún nexo creativo con las complejidades del mundo posmoderno. Ni la mentalidad de Balaguer,  ni sus ideas respecto del aparato del Estado, ni el valor de su experiencia, arribaban a una confluencia de contemporaneidades abiertas a la plenitud de la existencia del mundo de hoy.

¿Y qué ha ocurrido? Que Balaguer nos ha legado su casta, que en la figura de Leonel Fernández nos ha derrotado a todos, y que la ineptitud de una clase política que ha sido incapaz de superar sus métodos, nos ata siempre al pasado. Nos jodieron. Hemos reclamado un mundo sin mentiras, una estación de la vida donde la justicia y el amor fueran posibles, y nos han dado una mediaisla desolada,  inconmensurablemente pobre, en la que la simulación es una virtud, y en la que nuestro héroe es el dinero. Hace poco Leonel Fernández dijo en la ciudad de New York cómo iba a ganar las elecciones venideras, usando el dinero de los contribuyentes dominicanos. Y como esto no es un país, sino una caricatura, recordé de inmediato la descripción maravillosa del poder transformador del dinero que hizo Carlos Marx: “Lo que yo no soy capaz de hacer o lograr en cuanto hombre, lo que, por tanto, no pueden conseguir todas las fuerzas esenciales de mi individualidad, puedo lograrlo por medio del dinero. Por tanto, el dinero hace de cada una de estas fuerzas esenciales, lo que de por sí no son, es decir, lo contrario de lo que son”.

Como los plumíferos oficialistas suelen tildarme de pesimista, aclaro que este escrito podría ser un violento y tranquilo panfleto sobre el que se edificaría la estúpida y trágica historia de nuestra aventura espiritual; pero no es más que una carta contra mí mismo, porque en la sociedad dominicana ya no hay canallas, y todo cierra la individualidad como si cada quien cultivara exclusivamente su propio jardín.  Y porque yo fui un hombre que confesaba tumultuosamente ese anhelo de vivir en una sociedad justa y sincera, y que he rechazado los símbolos agobiantes del absolutismo, los mismos con los cuales gobernó Balaguer, y los mismos que reproduce Leonel Fernández, dentro de la democracia formal en que vivimos.

Ahora soy más viejo que mi Mamá. Y descubro que lo que nosotros desplegábamos en los años sesenta del siglo pasado frente a la historia objetiva, era la  expectación de un anhelo que nos parecía natural, después de treinta y un años de tiranía. Si viniendo de la calma de las raíces mi madre volviera al mundo de los vivos, ¡cuántos consejos podría darle!

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